Hay voces que no necesitan alzar el tono para estremecer. Hay entrevistas que no se hacen: se reciben, como una carta o como un quejío. Antonio Manuel —jurista, músico, escritor, pensador— es de esos hombres que piensan Andalucía desde la entraña. Y en esta conversación, con la naturalidad de quien tiende ropa en un patio, va hilando memoria, historia, identidad, política y esperanza sin despeinarse. La suya no es una visión nostálgica, ni académica, ni sentimental. Es una Andalucía vivida, sentida, pensada… y por eso mismo, peligrosamente lúcida.
La conversación está dividida en cinco bloques. Cada uno podría ser un libro. Cada respuesta, una consigna. Pero lo que sigue no es ni teoría ni doctrina: es un acto de verdad.
Bloque 1: la memoria y la sangre. La verdad habita en las casas
La memoria, para Antonio Manuel, no es un acto del pasado. Es un músculo que se ejercita cada día. Y su voz, cuando calla, recuerda desde la figura de su madre: una mujer andaluza, como tantas, que protegió callando y gritó cuando pudo. La memoria no es objeto, dice, sino atmósfera. No está en los relicarios, sino en el aire. Este bloque es un homenaje íntimo y político a esa forma de rebeldía callada que nos sostiene sin que lo sepamos.
TuPeriódico —¿Quién eres cuando callas y recuerdas?
Antonio Manuel —(Reflexiona) Cuando callo y recuerdo… soy mi madre.
Si ha habido una generación de andaluzas que ha sido rebelde desde el silencio, que ha denunciado y protegido callando, ha sido la de las herederas de la posguerra. Mujeres que sufrieron lo peor de la represión —especialmente la franquista— y que, pese a guardar silencio, no olvidaron. Siguieron recordando. Y cuando al fin pudieron hablar, hablaron. Cuando pudieron gritar, gritaron. Si alguien encarna a esa generación, sin duda, es mi madre.
Hija de represaliados, con la muerte y la cárcel tan cerca como la infancia de sus hijos, ella eligió callar para protegernos. Calló para resguardar a sus padres. Pero en cuanto tuvo la mínima oportunidad, habló. Y lo hizo también por nosotros, también por ellos.
Porque nunca olvidó. Y creo que ese es el punto: si el silencio nace del olvido, es una condena. Pero si se calla para recordar, si se calla con memoria, entonces ese silencio es una forma íntima de rebeldía. Y eso —eso— es muy andaluz.
TP —Si tu memoria fuera una casa andaluza, ¿qué cosas habría en sus habitaciones?
AM —Decía Federico que la verdad se escondía dentro de las casas. Y tenía razón. Porque las casas fueron habitadas por mujeres, y muchas de ellas, como dijimos antes, tuvieron que callar.
Pero las casas no callaron. Las casas guardaron la verdad. Creo que la memoria flota en el aire, que su arquitectura es inmaterial. Y en muchas casas andaluzas se ha escondido la tragedia, el dolor… pero también la alegría y la esperanza.
No está en los objetos. No es el jabón verde, ni la pila de lavar, ni la nostalgia de un tiempo que ya no vuelve. Está en el presente.
Porque a veces se nos olvida que la memoria no es pasado. Es presente. Es un ejercicio cotidiano, una práctica viva de lo que las generaciones anteriores se negaron a olvidar. Como el amor y la libertad, la memoria se gasta si no se usa.
Esa es la memoria de las casas: un músculo invisible que seguimos moviendo para no olvidar ni la rebeldía ni el lugar del que venimos. Y eso —más que en una cama, una percha, una hornilla (risas), o un San Pancracio— está en el aire. En el momento en que dejemos de respirarlo, de ejercerlo, correremos un peligro grave: el de extinguir lo que hemos sido.
TP — ¿Qué cosas te arrebataron y cuáles supiste esconder?
AM —Me arrebataron cierta esperanza en la política partidista.
No se puede entender la política sin la combinación entre el ejercicio ciudadano, la representación y la acción directa. Pero con el tiempo, he ido perdiendo confianza en la dimensión partidista. Y eso duele. Porque soy el primero en defender la política, el primero en alzar —pacíficamente— su bandera en estos tiempos de desprecio y desencanto. Pero eso no impide reconocer que muchas veces los partidos han funcionado de forma cainita, y han sido profundamente dañinos.
Sobre todo para quienes creyeron en ellos.
Esa herida —la que sufren quienes confiaron— es una deuda pendiente. Porque sin confianza en la política partidista, la democracia se desvanece.
Aun así, he aprendido a guardar esa desesperanza. La siento, pero no la proclamo. No quiero alimentar la antipolítica. Ni mucho menos.
Tenemos que seguir creyendo. A pesar de todo. No puedo perder la fe en el ser humano, por muy humano que sea. Ni dejar de creer en la política, por muy política que se haya vuelto. Demasiadas veces se ha convertido en una ciencia de la traición y del olvido. Y eso es un error gravísimo.
Pero que algunos lo hayan cometido no significa que todos lo hagan. Hay mucha, muchísima gente que se deja la vida cada día por el bien común, que sigue creyendo en las estructuras a las que pertenece.
Y yo prefiero quedarme con eso.
Bloque 2: Historia y silencio. Lo que molesta es lo que somos
Hablar de la Andalucía morisca, gitana o campesina no es arqueología: es disidencia. Es impugnar un relato de país construido contra lo distinto y lo pobre. En este bloque, Antonio Manuel desmenuza cómo el relato nacional ha dejado fuera lo que Andalucía tiene de más verdadero: su mestizaje, su humildad, su poder popular. Y lo hace sin adornos. Porque el silencio, cuando es histórico, no es olvido: es censura.
TP —¿Por qué sigue costando tanto nombrar la Andalucía morisca, la gitana, la campesina?
AM —Cuando reivindicas Andalucía, estás impugnando la identidad hegemónica de España. Porque España ha construido parte de su relato contra el diferente. Y casi siempre, ese diferente —por dentro o por fuera, por religión o por cultura— ha sido el pobre.
Hoy eso es aún más grave. Frente al comunitarismo, nos han hecho creer que basta con ser de derechas para parecer rico. Y eso es peligrosísimo. La izquierda ha fracasado intentando que los ricos piensen como pobres; en cambio, la derecha ha triunfado: ha logrado que muchos pobres piensen como ricos.
Y en esa ecuación, Andalucía ha desaparecido.
Porque Andalucía, en tanto que identidad mestiza, humilde y distinta, cuestiona de raíz el nacionalismo español. Y fíjate: en un sistema que te dice que si eres pobre es porque quieres, reivindicar desde abajo se vuelve casi imposible.
La identidad andaluza es un palimpsesto de culturas diversas, un tejido popular que molesta porque no encaja en la lógica de la élite. No puedes venir de ahí —dicen— y aspirar a estar arriba.
Y no hay nada más dañino que atacar precisamente eso: la raíz humilde y plural de lo andaluz. Por eso cuesta tanto nombrarla, incluso entre nosotros mismos.
TP —¿A quién sigue molestando la historia andaluza, y por qué?
AM —A día de hoy, sigue molestando. Molesta a todo aquel que entiende que Andalucía, por sí sola, impugna esa idea de España como una identidad única, homogénea y cerrada. Y lo más paradójico es que eso empieza por muchos propios andaluces. Hay quienes se sienten incómodos con la idea de Andalucía como una unidad cultural y política, con lengua, con identidad y, por supuesto, con reivindicaciones propias.
Quien la defiende, en realidad, está planteando un nuevo paradigma. A menudo repetimos que lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no termina de nacer… pero ya no es cierto: lo viejo ha muerto. Y lo que emerge es otra lógica.
Una lógica que se basa en el miedo. Como el futuro es incierto, los discursos autoritarios te venden seguridad. No te prometen lo que vendrá, te prometen que volverás a ser como fuiste.
Y ahí Andalucía no encaja. Porque si volvemos a ser lo que fuimos, como dice el himno, volvemos a ser emigrantes, pobres, desiguales.
Ese retorno idealizado al pasado se articula hoy con otra trampa: basta con ser de derechas y asumir identidades “seguras”, como el nacionalismo español, para creer que puedes conseguir lo que quieras. Frente a eso, reivindicar Andalucía resulta profundamente incómodo.
Porque no se trata de regresar a una identidad de miseria para justificarse, sino de afirmar que lo que somos —mestizaje, diversidad, historia— nos legitima como pueblo con poder propio.
Y eso, precisamente eso, es lo que molesta.
Bloque 3: Cultura, derecho y pueblo. De un pueblo que inventó su justicia y su arte
Aquí se cruzan los tres caminos que Antonio Manuel pisa con fuerza: el derecho, el flamenco y el pueblo. Reivindica el estudio de derecho ajeno como una forma de sabiduría popular ignorada por el constitucionalismo moderno. Y defiende que el flamenco, para ser flamenco, debe seguir siendo herético. Que si se institucionaliza hasta el corsé, deja de respirar. Como Andalucía. Este bloque es una defensa feroz y luminosa de una cultura viva que no necesita permiso para existir.
TP —Has defendido el estudio del derecho consuetudinario como forma de justicia popular… ¿Qué nos dice eso de nuestro pueblo?
AM —Para que se entienda bien: soy un demócrata profundamente constitucionalista.
Creo en el constitucionalismo como un conjunto de principios fundamentales que sostienen un Estado de derechos. Son mínimos éticos y políticos que no pueden ser impugnados, empezando por el reconocimiento de los Derechos Humanos.
Ahora bien, eso no significa ignorar otras tradiciones jurídicas que han existido en nuestro territorio. Como profesor de Derecho, me duele ver que nuestros manuales de historia jurídica apenas recogen ni una línea del derecho andalusí. Es como si no hubiese existido, cuando en realidad forma parte de nuestra historia —también desde el punto de vista jurídico— y ha dejado modelos que se han transmitido de generación en generación.
Un ejemplo claro es el Tribunal de Aguas: una institución de origen andalusí que sobrevive hasta hoy, y que gestiona un bien escaso —el agua— de forma asamblearia, justa y comunitaria. Elinor Ostrom lo puso como ejemplo de cómo una comunidad puede autogestionar de forma eficaz un bien común sin necesidad de estructuras jerárquicas. Y sigue funcionando.
No se trata de sustituir el Estado de Derecho por el derecho consuetudinario. No creo que ese sea el camino para una sociedad moderna. Pero sí creo que ciertas instituciones consuetudinarias, como el propio Tribunal de Aguas, pueden inspirar formas alternativas y eficaces de gestión de bienes comunes.
Resumiendo: soy constitucionalista. Pero eso no implica ignorar ni despreciar otras formas de derecho que han demostrado, durante siglos, ser útiles, democráticas y profundamente arraigadas en nuestra historia.
TP —El flamenco, ¿es cultura, resistencia o memoria?
AM —Son las tres cosas.
El flamenco es, ante todo, una expresión artística popular. Se ha construido a lo largo del tiempo desde abajo, desde el pueblo más humilde y más perseguido. Nació con una intención clara: no olvidar.
Por eso es memoria. Por eso es resistencia. Pero también es creación. Cada generación ha hecho una criba de excelencia para que lo recibido no solo se conserve, sino que crezca y se transforme. Así, aunque respete sus formas tradicionales, el flamenco nunca ha dejado de ser evolución. Por eso hoy podemos hablar de cine flamenco, de pintura flamenca, de fotografía flamenca… incluso de un ser flamenco.
Ser flamenco es, en el fondo, mantener ese equilibrio entre una rabiosa contemporaneidad y el respeto a las raíces más profundas. Y ahí, justo en ese cruce, está la identidad de Andalucía: una identidad viva, resiliente, flamenca.
En otras culturas, las expresiones populares se fosilizan. Aquí no. Aquí sería impensable. Porque el flamenco, como el pueblo que lo creó, está en constante cambio. Y eso es parte de su fuerza.
También porque fue —y debe seguir siendo— una herejía del poder. El flamenco nació rebelde. Si algún día deja de serlo, si deja de resistir, si se convierte en ornamento, dejará de ser flamenco. Y, con él, perderemos una parte esencial de lo que es —y debe seguir siendo— la identidad andaluza.
TP —¿Y qué le falta o le sobra a su institucionalización actual?
AM —Recuerdo que una vez un amigo me dijo: «Pobre del pueblo que necesita un defensor del pueblo para que lo defienda». Aquella frase me marcó. Y con el flamenco ocurre algo parecido: pobre del flamenco, que siendo un arte popular, nacido de la rebeldía y la resiliencia, necesite de instituciones para protegerlo.
El flamenco no necesita ser defendido. Se defiende solo. Se defiende viviéndolo. Otra cosa es que existan instituciones que lo acompañen, que se preocupen de que no se pierda. Eso no me parece mal.
El problema aparece cuando esas instituciones se convierten en ideología. Cuando se fosilizan. Me cuesta entender un flamenco conservador. Un flamenco que reniega de su raíz popular y, sobre todo, de su raíz andaluza. Me cuesta asumir un flamenco que solo cree en la repetición de fórmulas ya conocidas y mira con desconfianza cualquier expresión nueva que combine elementos propios del siglo XXI.
Si el flamenco está en constante ebullición, como creo que está, entonces las instituciones deben estar para acompañar ese proceso, no para imponerle límites. Deben proteger lo que esté en riesgo de desaparecer, pero no levantar muros ni poner fronteras a quienes quieran seguir creyendo y creando.
Bloque 4: Andalucismo sin mitos. Sin soberanía, no hay pueblo. Sin pueblo, no hay futuro
«¿Se puede ser andalucista sin ser nacionalista?», le preguntamos. Se ríe. Y responde con precisión quirúrgica. Este bloque desmonta el folclore vacío y la retórica cómoda. Habla de conciencia de pueblo, de clase y de poder. De cómo el andalucismo político ha sido incapaz, hasta ahora, de levantar el muro contra la ola reaccionaria. Y de por qué Andalucía no puede permitirse seguir sin proyecto propio. Es el bloque más crudo. También el más urgente.
TP —¿Se puede ser andalucista sin ser nacionalista?
AM —(Ríe) No. Radicalmente, no.
No se puede ser galleguista sin ser nacionalista. No se puede ser catalanista sin ser nacionalista. Y lo mismo ocurre con el andalucismo. Ahora bien, la clave está en qué entendemos por andalucismo y qué entendemos por nacionalismo.
El andalucista es quien tiene conciencia de pueblo, conciencia de clase y conciencia de poder soberano para resolver sus propios problemas. Esos tres elementos son imprescindibles.
Primero, conciencia de pueblo: es decir, saberse parte de un demos con capacidad de decidir sobre sí mismo. Y eso el pueblo andaluz ya lo ha demostrado, más allá de debates históricos, el 4 de diciembre de 1977 y el 28 de febrero de 1980. Decidimos nuestro Estatuto. No lo hizo Madrid ni ninguna autoridad externa. Lo hizo el pueblo andaluz, votando. Eso es soberanía.
Segundo, conciencia de clase: no basta con sentirse andaluz y estar orgulloso. Hay que ser consciente de las desigualdades internas y externas que sufrimos. No son los mismos problemas los de Los Vélez que los de El Andévalo, ni los de Pedroche que los de Algeciras. Pero en conjunto, Andalucía sigue arrastrando tasas de desempleo más altas, peores datos en sanidad, educación, brecha de género… Eso es estructura.
Y tercero, conciencia de poder soberano: entender que la única forma de revertir esas desigualdades es tener soberanía. No solo alimentaria o energética, también política y cultural.
Quien reúne esas tres conciencias, es nacionalista. Ser nacionalista es saber que perteneces a una nación, que esa nación sufre desigualdades y que tiene derecho y capacidad para sanarse por sí misma.
Así que sí: ser andalucista es, por definición, ser nacionalista. Otra cosa es si las recetas para solucionarlo provienen de la izquierda o de la derecha. En Cataluña o Euskadi se entiende perfectamente que hay nacionalistas de ambos signos. En Andalucía, por tradición, hemos defendido que esas luchas se libran desde la izquierda.
Ahora bien, si alguien cree que desde una conciencia soberana puede ofrecer soluciones desde la derecha, no seré yo quien lo cuestione. Pero debe tener claro que es nacionalista. Lo que no se puede es soplar y sorber al mismo tiempo. Eso sí que no.
TP —¿Qué te duele del andalucismo político de hoy?
AM —Lo que me duele del andalucismo político actual es, en realidad, lo mismo que me duele de la política en general: la indefinición ideológica, la falta de cohesión y, sobre todo, su escaso calado social.
Vivimos una ola global reaccionaria. Basta mirar a Estados Unidos, a Argentina, a buena parte de Europa. El auge de la derecha y de la extrema derecha no es un fenómeno aislado ni estrictamente territorial. Es una crisis de época. Sin embargo, en España, ese avance ha sido contenido —al menos en parte— gracias a la existencia de proyectos políticos territoriales, especialmente nacionalistas.
Es decir, el eje izquierda-derecha en España no se entiende sin el eje centro-periferia. Y eso ha actuado como una especie de contrapeso. Pero en Andalucía no ha ocurrido así. Andalucía no ha logrado construir ese muro. Y eso, para mí, es dramático.
El andalucismo no ha sido capaz de ofrecer una alternativa sólida frente a esa ola reaccionaria. Y lo que es peor: con todo el dolor del mundo lo digo, Andalucía ha sido utilizada como punta de lanza de ese mismo movimiento. Se ha envuelto en la bandera andaluza para disfrazar propuestas que en realidad responden a lógicas de la derecha estatal más rancia.
El andalucismo de hoy no alcanza el peso político ni simbólico que tienen otros nacionalismos del Estado. Y eso tiene consecuencias graves. Porque si Andalucía no construye su propia muralla democrática, esa ola puede acabar instalándose en el Gobierno de España, sin encontrar aquí resistencia.
Eso es lo que más me preocupa. No que el andalucismo sufra los mismos males que otras ideologías. Sino que, en vez de calar en las masas populares, ha sido absorbido —fagocitado— por marcas estatales. Y muy especialmente por marcas de derechas.
Bloque 5: El futuro es un canto. La carta que no enviamos todavía
Antonio Manuel no huye de la tristeza: la atraviesa. Pero nunca deja de apuntar al horizonte. Este bloque final es un canto —literal— a quienes están fuera: a los jóvenes emigrados que aún no saben que tienen las llaves del futuro andaluz. Y a los que cantan, para no olvidar quiénes somos. Si el día de mañana tuviera forma de palo flamenco, Antonio Manuel lo escribiría en bulerías. Con electrónica. Y con verdad.
TP —Si tuvieras que escribir una carta para el futuro de Andalucía… ¿Qué le dirías?
AM —Le diría que el futuro de Andalucía, hoy, está mirando desde fuera.
Cada vez que escucho a Leonard Cohen decir «primero conquistaremos Manhattan y luego conquistaremos Berlín», pienso que quizás nosotros tengamos que conquistar primero Berlín… para poder reconquistar Andalucía.
Porque gran parte del futuro andaluz está en los jóvenes que han tenido que emigrar. Como lo hicieron sus padres, como lo hicieron sus abuelos. Con una diferencia fundamental: aquellos partían con la esperanza de volver. Los de ahora saben que no regresarán. Y eso es durísimo.
Nos hemos desangrado en silencio. El talento, el esfuerzo, la formación que hemos dado a nuestros hijos e hijas… se ha marchado. Y lo más doloroso: no tenemos conciencia colectiva de que eso haya ocurrido. En la emigración tardofranquista, al menos, nacieron las Casas de Andalucía, como si llevaran la memoria tatuada en los pies. Hoy, casi un millón de andaluces viven fuera… y nadie lo nombra.
Pero esa pérdida no es solo humana. Es identitaria. Porque muchos de ellos, al marcharse, descubren su andalucismo. Se saben y se sienten andaluces desde fuera. Toman conciencia de pertenencia… justo cuando ya no pueden volver. Porque las estructuras políticas los han expulsado.
Igual que en los años 60. Igual que en los 70.
Por eso, si tuviera que escribir una carta al futuro, no la dirigiría a una utopía abstracta. La escribiría a ellos. A los que están fuera.
Y les diría: volved. Por favor, regresad. No dejéis de creer. Andalucía os necesita. Sois vosotros, precisamente vosotros, la clave para que esta tierra retome su identidad, recupere su esperanza y convierta su futuro… en presente.
TP —¿Y si lo tuvieras que cantar… qué palo elegirías y qué verso no podría faltar?
AM —Si estuviéramos en los años 70, en plena década de la desesperación, elegiría una seguiriya. Y, como hacía Salvador Távora, le incrustaría un quejío.
Pero estamos en el siglo XXI. Y esta generación nueva, de la que hablaba, no es una generación que haya perdido la esperanza; es que no la conoció.
Por eso, ellos no reivindican el pasado desde el lamento, sino desde la alegría. Así que probablemente elegiría una bulería. Pero no una cualquiera: una bulería con electrónica, o con guitarras eléctricas. Una que rompa los moldes y los levante.
Y en esa bulería, cantaría algo que hacemos con A palos:
«El día en que mi pueblo no cante la libertad,
que las estrellas del cielo se rompan como el cristal».
Quizá lo más valiente de esta entrevista no sea lo que dice, sino desde dónde lo dice. Antonio Manuel no se permite ni la queja ni el aplauso fácil. Lo suyo es otra cosa. Es política que nace de la cultura. Es cultura que nace de la memoria. Es memoria que se niega a morir. Andalucía, dice, no necesita instituciones que la defiendan, necesita respirarse. Mientras lo haga, mientras haya quien la cante, quien la piense y quien la sueñe… no todo estará perdido.