Mientras los asentamientos chabolistas arden —literalmente— en Huelva y Almería, la Junta de Andalucía presume de haber invertido cinco millones de euros en 467 plazas habitacionales para trabajadores inmigrantes. Lo dijo sin pestañear la consejera de Inclusión Social, Juventud, Familia e Igualdad, María Dolores López Gabarro (PP), en sede parlamentaria, respondiendo a una pregunta del diputado José Manuel G. Jurado (Por Andalucía). No solo lo afirmó: invitó con orgullo al parlamentario a visitarlas, como quien enseña un piso piloto.
Pero en los campos andaluces, donde se produce gran parte de la riqueza agrícola de Europa, la realidad no cabe en nota de prensa. Colectivos sociales y ONG que trabajan diariamente en estos asentamientos han reaccionado con contundencia: califican las declaraciones de la consejera como «una tomadura de pelo», cuando no directamente como una mentira institucionalizada.
Porque no es solo que las cifras sean irreales —lo son, insisten las entidades—, es que incluso si fuesen ciertas, serían grotescamente insuficientes. ¿Cómo justificar cinco millones de euros cuando estos trabajadores, invisibles para las administraciones, generan por sí solos más de 3.300 millones de euros anuales solo en Almería, y otros 1.200 millones en Huelva? ¿Cómo puede el Gobierno andaluz presumir de soluciones habitacionales que no llegan ni para cubrir una comarca?

Quienes están sobre el terreno lo dicen claro: ni siquiera hay plazas para un pueblo entero. Y lo que hay, en muchos casos, está cerrado, deteriorándose o bajo criterios de uso absurdos. En Lepe, un albergue con 152 plazas es la excepción. En Moguer, los módulos fluctúan entre 56 y 78 camas —según cuántas literas pongan—, y en Lucena del Puerto hay un albergue de 30 plazas… sin estrenar. Palos de la Frontera, directamente, no tiene nada. Y mientras tanto, más de 200 personas duermen al raso solo en Lepe, sin acceso a un techo ni en los meses más duros del invierno.
Los incendios en los asentamientos no son accidentes aislados: son la consecuencia directa de una política que permite, e incluso alimenta, la marginalidad. Cada fuego que arrasa chabolas en Moguer o Níjar —como volvió a ocurrir mientras redactábamos este reportaje— debería activar todas las alarmas institucionales. Pero la respuesta habitual es el silencio o, peor aún, el derribo. Porque cuando la Junta actúa, lo hace para esconder la miseria, no para resolverla.
En Níjar, por ejemplo, se construyeron 70 viviendas públicas. Están terminadas. Vacías. Cerradas. Nadie sabe —o quiere decir— por qué no se entregan. Mientras tanto, ONG y colectivos han conseguido habilitar por su cuenta 14 viviendas en alquiler. Sin ayuda de la Junta. Sin apoyo institucional. Solo con la voluntad de quienes se niegan a normalizar la barbarie.


Algunos particulares han llegado incluso a ofrecer terrenos a la administración para construir alojamientos dignos. ¿La respuesta? Ninguna. Y eso que los asentamientos no están escondidos: son visibles desde la carretera, delatan el fracaso de las políticas públicas con cada lona rota, cada colchón calado de humedad, cada niño sin luz.
¿De qué sirve entonces inflar cifras en sede parlamentaria? ¿Qué sentido tiene hablar de «soluciones» si ni siquiera se han puesto en marcha? Los datos que manejan los colectivos contradicen frontalmente la versión oficial: las plazas reales disponibles no superan las 330, muchas de ellas ni siquiera operativas. Y aun así, la consejera se permite el lujo de hablar de 467 viviendas. ¿Las ha visto alguna vez? ¿O también son de cartón piedra, como el decorado institucional?
Andalucía no puede seguir funcionando a base de hipocresía. No se puede sostener el motor agroalimentario del sur de Europa sobre los hombros de personas a las que se niega un contrato digno, una vivienda habitable y un mínimo reconocimiento. La Junta no puede seguir mirando hacia otro lado mientras la riqueza que estos trabajadores generan sirve para llenar portadas turísticas, no para garantizar derechos.
Porque lo que está ocurriendo no es una excepción. Es un sistema. Y lo grave no es que no se pongan soluciones. Lo grave es que se está eligiendo no ponerlas.
