Cuando los grandes actores del comercio internacional se enzarzan en guerras de aranceles, las balas no siempre caen en los patios donde se disparan. A menudo impactan en territorios alejados del tablero central, pero profundamente conectados con él. Andalucía es uno de esos territorios. Las tensiones comerciales entre Estados Unidos y la Unión Europea, las medidas proteccionistas adoptadas por Washington y la respuesta ambigua de Bruselas han convertido a Andalucía en una víctima recurrente de un conflicto económico que no ha provocado, pero que padece con especial dureza.
Una tierra exportadora
Andalucía ha sido históricamente una región orientada hacia el exterior. Su economía, especialmente en sectores como la agroindustria, la aeronáutica o el aceite de oliva, depende en gran medida de las exportaciones. Estados Unidos ha sido tradicionalmente uno de los destinos clave de estos productos. Sin embargo, cada vez que el gobierno estadounidense impone aranceles —como ocurrió en 2019 con la sanción del 25% sobre productos agrícolas europeos en respuesta al conflicto por los subsidios a Airbus—, Andalucía siente el temblor en su tejido económico.
La medida, en principio dirigida contra países europeos en bloque, impactó de lleno en las cooperativas y empresas agroalimentarias andaluzas. El aceite de oliva —producto insignia del campo andaluz— sufrió un descenso brutal en sus ventas al otro lado del Atlántico. A pesar de su calidad reconocida y de su demanda consolidada, el incremento de precios lo volvió menos competitivo frente a aceites de origen tunecino, marroquí o turco, que no estaban sometidos al castigo arancelario. Las pérdidas fueron millonarias.
De Washington a Jaén: la política tiene consecuencias
La desconexión entre las decisiones de las grandes potencias y sus efectos locales es uno de los elementos más injustos del sistema comercial global. La guerra arancelaria entre EEUU y la UE fue, en realidad, una disputa entre gigantes aeronáuticos: Boeing y Airbus. Pero quien pagó el precio en España no fueron las multinacionales del sector aeroespacial, sino las pequeñas y medianas cooperativas agrarias de la campiña jiennense, sevillana o cordobesa.
Durante meses, agricultores y exportadores andaluces reclamaron sin éxito un plan de compensaciones por parte del Gobierno central y medidas firmes de presión hacia Bruselas para proteger los intereses de una región que, siendo de las más exportadoras del Estado, no cuenta con la fuerza política necesaria para imponer sus prioridades. Andalucía produce, pero no negocia. Y ese desequilibrio estructural la convierte en un blanco fácil en la geopolítica comercial.
La paradoja de la «marca España»
La retórica institucional que promociona la «marca España» choca de frente con la realidad de los productores andaluces. Las campañas de diplomacia económica, los pabellones en ferias internacionales y los discursos sobre la competitividad europea en los mercados globales no se traducen en mecanismos eficaces de protección para quienes están en la primera línea de la economía real.
Mientras tanto, Andalucía sigue funcionando como granero, almazara y laboratorio agroindustrial del sur de Europa. Pero sin voz. Ni en Bruselas, ni en Washington, ni siquiera en Madrid. Esa es la paradoja: quienes sostienen buena parte del valor exportador del Estado español están entre los más expuestos y menos protegidos cuando llegan las crisis.
Una política exterior sin mirada territorial
El caso andaluz pone en evidencia otro problema estructural: la política comercial exterior de la Unión Europea y del Gobierno español adolece de una mirada territorial. Las consecuencias diferenciadas que una misma medida puede tener en Cataluña, en Galicia o en Andalucía rara vez se abordan con rigor. No se trata solo de compensaciones económicas, sino de participación en el diseño de las estrategias. Las comunidades autónomas, pese a sus competencias limitadas, deberían tener una voz más clara en la elaboración de acuerdos comerciales que afectan de lleno a sus sectores clave.
Además, la fragilidad que expone Andalucía ante estas guerras comerciales no es sólo externa. También es interna: la excesiva dependencia de pocos sectores exportadores, la falta de diversificación industrial, la debilidad de los canales logísticos y la escasa soberanía económica en decisiones clave son factores que multiplican los daños cuando se desatan conflictos globales.
Hacia un modelo más justo y resiliente
Frente a este panorama, la respuesta no puede ser resignarse. Andalucía necesita herramientas para blindar su economía frente a los vaivenes del proteccionismo global. Eso implica una política agraria más fuerte, inversiones en valor añadido local, apoyo decidido a la internacionalización con criterios de justicia y sostenibilidad, y, sobre todo, una mayor capacidad para influir en los espacios donde se deciden los marcos comerciales.
Las guerras comerciales no son sólo batallas de cifras; son, en última instancia, una disputa por el control del futuro económico. Y si Andalucía no se sitúa en el centro de esa disputa, será siempre rehén de decisiones ajenas. Aranceles, sanciones y tratados se convierten así en formas de violencia económica que se ejercen a distancia, pero cuyos efectos se sienten, día tras día, en los campos, en las fábricas y en los puertos del sur.
El sufrimiento andaluz no es un daño colateral. Es la expresión de una economía subordinada, de un modelo que necesita ser repensado desde abajo, con soberanía, justicia territorial y dignidad.