Nos prometieron que si hacíamos todo bien —formación, esfuerzo, aguante— acabaríamos por tener una vida digna. Lo que no nos dijeron es que el suelo estaría privatizado, la vivienda sería un lujo y que emanciparse sería más un acto de fe que un proyecto de vida.
En Andalucía, como en buena parte del Estado, la vivienda ya no es un derecho. Es una mercancía, un negocio, una herramienta para acumular capital en manos de unos pocos mientras se condena a generaciones enteras al alquiler perpetuo, la dependencia familiar o la expulsión forzosa del barrio de toda la vida.
Pero esto no es casual. Es el resultado de décadas de políticas neoliberales, de mirar para otro lado mientras se privatizaba el suelo público, se desmantelaban los programas de vivienda social y se vendía la idea de que el mercado lo arreglaba todo.
¿Y qué ha hecho el mercado? Inflar los precios, blindar los beneficios de grandes tenedores, abrirle la puerta a fondos buitres y dejar a los jóvenes fuera del mapa. Literalmente.
Y cuando el Estado ha intervenido, lo ha hecho mal y tarde. Las famosas Viviendas de Protección Oficial (VPO) se han convertido en trampas encubiertas: promociones vendidas a 300 000 o 350 000 euros, camufladas como «asequibles», donde el propio promotor recibe ayudas públicas. Es decir: dinero público para seguir especulando. Y todo eso, mientras miles de familias no tienen acceso a una alternativa habitacional real.
Hablar de vivienda pública en España es casi un chiste. Apenas el 2 % del parque es de titularidad pública, cuando en países como Países Bajos o Austria supera el 30 %. Aquí no hay política de vivienda, hay negocio de ladrillo. Y los gobiernos —los actuales y los anteriores— han preferido dejarlo todo en manos de promotoras, bancos y fondos de inversión.
Mientras tanto, ¿qué nos queda a quienes no tenemos propiedades ni herencias?
Alquilar un zulo por 700 euros. Compartir piso con desconocidos hasta los 35. Volver a casa de tus padres con una carrera, un máster y un trabajo precario. O aceptar lo inaceptable: que vivir dignamente ya no entra en los planes.
Y esto no es una crisis individual, es una emergencia social. Porque la vivienda no es solo un techo, es lo que te permite construir un proyecto de vida. Sin vivienda estable, no hay salud mental, ni arraigo, ni posibilidad de independizarte, formar una familia o tener hijos. La caída de la natalidad no es un problema cultural: es un problema estructural. No tenemos dónde vivir.
Y cuando lo señalamos, todavía hay quien nos acusa de quejicas. Como si pagar 900 euros de alquiler con un sueldo de 1 200 fuera normal. Como si la culpa fuera nuestra, por no ahorrar lo suficiente, por no comprarnos un piso como «hicieron nuestros padres». Por pagar Netflix.
Pero es que nuestros padres no competían con Blackstone por un piso en Nervión. Ni necesitaban un aval de 20 000 euros para alquilar un estudio en Almería.
La vivienda debe volver a ser lo que nunca debió dejar de ser: un bien común, un derecho, una garantía de vida digna. Y eso exige decisiones valientes: tope a los precios, limitación de viviendas turísticas, parque público potente y políticas que dejen de mirar a los fondos y empiecen a mirar a la gente.
Porque sí, queremos vivir. No sobrevivir en habitaciones sin ventana. No resistir como okupas emocionales en casas que nunca serán nuestras. Queremos futuro. Queremos barrios vivos. Queremos ciudades habitables.
Y hasta que no lo tengamos, seguiremos preguntando:
¿Dónde coño vamos a vivir?