Un nuevo episodio de extrema violencia ha sacudido la localidad de Lepe, en la costa occidental de Huelva. Un hombre fue secuestrado, torturado y abandonado en el maletero de un coche por varios individuos que, según las primeras pesquisas de la Guardia Civil, estarían vinculados a redes del narcotráfico que operan en la zona. El caso no es un hecho aislado: es la manifestación más cruda de un fenómeno que lleva años enraizándose en el litoral andaluz con una intensidad alarmante.
La víctima logró sobrevivir gracias a la intervención de un vecino que escuchó gritos procedentes del vehículo estacionado. Presentaba heridas graves, quemaduras, fracturas y signos de haber sido golpeado brutalmente. Las autoridades sospechan que se trata de un ajuste de cuentas dentro de una estructura criminal que controla rutas de entrada de droga por la costa, especialmente en zonas con poca vigilancia o presión institucional débil.
Lepe se suma así a una lista creciente de municipios andaluces donde el narcotráfico no solo se ha instalado, sino que ha evolucionado: de ser una economía sumergida basada en el contrabando discreto, ha mutado hacia un modelo de ocupación territorial con lógica paramilitar. Las organizaciones no se limitan a transportar mercancía: controlan barrios, compran voluntades, intimidan a vecinos y extienden su influencia a través del miedo.
Los sindicatos policiales llevan años alertando de esta situación. Denuncian la falta de medios, la precariedad de los agentes destinados a zonas de alta conflictividad y la dejadez institucional. «Se está permitiendo que ciertas zonas se conviertan en zonas de exclusión estatal», advierten desde la AUGC. En paralelo, colectivos vecinales denuncian la falta de presencia permanente de unidades especializadas y la escasa coordinación entre administraciones.
El caso de Lepe recuerda, en muchos aspectos, a las dinámicas que ya se viven en el Campo de Gibraltar o en algunos barrios del sur de Cádiz y Málaga. La violencia física, los secuestros y las torturas ya no son escenas excepcionales: forman parte del repertorio habitual de control y castigo dentro de estas estructuras criminales.
Sin embargo, más allá del enfoque policial, el problema es estructural. El narcotráfico ha echado raíces en zonas abandonadas económica y políticamente, donde la falta de alternativas laborales, el fracaso escolar y la invisibilidad institucional han construido el caldo de cultivo perfecto para estas redes.
El Estado llega tarde. Muy tarde. Y si sigue actuando solo cuando hay sangre en las calles, seguirá yendo a remolque de un fenómeno que ya no necesita camuflarse. El narco andaluz ya no es el contrabandista simpático del chascarrillo popular. Es violencia organizada, es ocupación territorial, es economía paralela que opera con reglas propias.
Y si se permite que se normalice, si se asume que esto es inevitable o que solo afecta a quienes están «metidos en líos», entonces ya no solo habrá víctimas del narco. Habrá víctimas del abandono institucional. Y esas, también sangran.