El pasado sábado, quienes viven en Motril se despertamos con un aviso de la Policía Local anunciando rutas alternativas para llegar a la plaza de toros. No para facilitar el acceso a las vecinas de Puntalón —aisladas desde hace más de un mes por unas obras que cortan el paso principal—, sino para garantizar la llegada fluida al «evento taurino» del día.
Puntalón sigue sin un acceso cómodo ni transporte alternativo, y nadie ha avisado de rutas alternativas para ellas, para los jornaleros que cruzan cada día, para los servicios públicos que deben entrar y salir. Pero cuando hay toros, sí hay caminos. Es la foto perfecta de una prioridad institucional torcida.
El acto no era menor: impulsado por la Fundación Toro de Lidia y la Junta de Andalucía, con apoyo de la Diputación de Granada. La indignación estalló en redes. Y no porque sí, sino porque Motril —una ciudad con más de 60 000 habitantes— no tiene cine, no tiene agenda cultural estructurada y no tiene apenas espacios recreativos públicos. Pero sí tiene una plaza de toros de reciente construcción (2006), vendida como espacio multifuncional y usada apenas un par de veces al año. Una plaza que, además, presenta serias deficiencias eléctricas y de agua, con los problemas de seguridad derivados de estas deficiencias.
Lo más doloroso no es que haya toros. Es que haya dinero público para esto y no para lo básico. La misma Junta que recorta en sanidad, dependencia o educación, subvenciona espectáculos que no son mayoritarios, ni baratos, ni universales. En una ciudad sin tejido cultural activo, el espectáculo que se promociona es la sangre. No es una exageración: es una decisión política.
La afición taurina en Motril nunca fue masiva. El discurso de «esto es nuestra cultura» suena hueco cuando la cultura de la mayoría está sin financiación, sin espacios y sin recursos. Mientras tanto, la plaza que iba a acoger conciertos, obras, ciclos y talleres, sólo acoge polvo y, de vez en cuando, muertes ceremoniales envueltas en folklore.
Quienes gobiernan parecen no darse cuenta de que la ciudadanía ha cambiado. Las nuevas generaciones no se emocionan con el sufrimiento animal, ni con la herencia de sumisión que acompaña a muchas de estas tradiciones. El espectáculo es grotesco no solo por lo que representa, sino por lo que tapa: una forma de poder que se disfraza de cultura para seguir gastando sin preguntas.
Mientras se gasta dinero público en espectáculos sangrientos con escaso arraigo local, barrios como Puntalón siguen olvidados y sin acceso digno. La plaza de toros sigue viva. Los servicios públicos, cada vez menos. Y eso no es una casualidad: es una elección política que dice mucho sobre quién tiene derecho a llegar… y quién sigue esperando.