Hay discursos que nacen viejos. Que repiten fórmulas, gestos, palabras heredadas como si fueran hechizos que ya no surten efecto. El andalucismo, como la izquierda, no escapa a ese riesgo. Y sin embargo, sigue siendo necesario. Porque hay muchas cosas que aún duelen, que aún faltan, que aún esperan respuesta. La cuestión es cómo contarlas, cómo hacer que lleguen. Cómo hacer que no parezcan un eco lejano, sino algo que late aquí y ahora.
Durante mucho tiempo pensé que no era andalucista. No porque no amara mi tierra o no creyera en su gente, sino porque sentía que si no repetía ciertos mantras, si no hablaba con las palabras exactas que otros habían usado antes, entonces lo mío era andalucismo de pegatina. Me costó entender que el andalucismo también puede ser pregunta, búsqueda, forma nueva. Que no hay una única manera de sentirlo. Que también se construye desde la duda.
¿Cómo hacer atractivo el andalucismo para la juventud sin caer en lo de siempre? ¿Cómo evitar que lo miren con la misma distancia con la que se mira un souvenir mal puesto en una estantería? El andalucismo lleva años intentando conectar con una juventud que muchas veces siente que no le habla, que no le representa, o que directamente no tiene tiempo ni energía para escucharlo. Y no es porque falte interés político: es porque faltan cosas más básicas.
Cuando no puedes alquilar un piso porque los precios están por las nubes, cuando no encuentras cita en el centro de salud o cuando tu instituto se cae a cachos, es difícil que te conmuevas con un discurso sobre la identidad andaluza si no va de la mano de todo eso. No se trata de elegir entre pan o cultura, entre casa o bandera, entre médico o memoria. Se trata de entender que o viene todo junto, o no viene. Que el andalucismo solo tiene sentido si está al servicio de la vida cotidiana de la gente: de sus problemas, sus derechos, sus necesidades y sus sueños.
Por eso es importante que dejemos de pensar que basta con una estética o un guiño folclórico para hablarle a la juventud. El andalucismo no puede ser solo una camiseta con un lema bonito o una cuenta de Instagram con frases potentes. Pero tampoco hay que despreciar esas camisetas y esas cuentas: a veces son la puerta de entrada, el primer clic, la chispa que prende. Lo importante es lo que se haga después. Hay que dar contenido a esos lemas, dotarlos de sentido político, social y vital. Si no se acompaña de reflexión, crítica, compromiso, se quedan en gesto, y el andalucismo no puede ser solo eso. Tiene que ser cuerpo entero.
El andalucismo no puede parecer un disfraz para el Día de Andalucía ni un suspiro nostálgico. Tiene que ser una herramienta útil, viva, presente. Y eso implica ensuciarse las manos con los conflictos de hoy: con el urbanismo salvaje que deja sin sombra los patios, con los alquileres que expulsan a la gente joven de sus barrios, con la precariedad laboral y emocional que atraviesa toda una generación.
Blas Infante fue importante, sí. Fue motor, faro, símbolo. Pero el andalucismo no puede quedarse atrapado en su figura, ni venderse como si fuera una religión antigua a la que hay que venerar sin actualizar. La historia es fundamental, pero el presente también lo es. El mejor homenaje que se le puede hacer a Infante es recoger su legado y hacerlo crecer, actualizarlo, empaparlo del hoy. Porque Andalucía ha cambiado, sus desafíos son otros, y su gente también.
La juventud necesita referentes, pero también necesita herramientas. Necesita espacios donde se la escuche de verdad, donde se le hable con honestidad y se le dé margen para crear. No basta con decirles que «tomen la palabra» si nadie se queda a escuchar cuando lo hacen. Y tampoco basta con hacerles un hueco si ese hueco está lleno de exigencias, de reglas que vienen de antes. Necesitamos que puedan ser protagonistas, no figurantes.
Y eso nos lleva de nuevo a quienes sostienen desde hace tiempo una apuesta por el andalucismo. Porque muchas veces, desde esos espacios ya consolidados, también se levantan barreras sin querer.
Se marcan líneas, se exigen carnés, se evalúa la pureza del compromiso como si estuviéramos en un examen permanente. Pero no se trata de custodiar una identidad cerrada, sino de invitar a construir una identidad compartida. Una que crezca con cada nueva voz que se sume, aunque venga desde otro lugar, aunque no sepa todos los nombres o todas las fechas.
Empero, también hay que señalar algo incómodo: Andalucía se sigue pensando desde Madrid.
En la política, en los medios, en los grandes relatos del país. A veces parece que solo se acuerdan de nosotros cuando hay elecciones, cuando hace calor o cuando alguien necesita una foto de pandereta. Y mientras tanto, las decisiones que afectan a la vida de millones de andaluces se toman lejos, con poca escucha real. Frente a eso, el andalucismo debería ser una respuesta fuerte, coherente y organizada. Una forma de decir: «Andalucía existe todo el año, y tiene derecho a contarse a sí misma».
Y en medio de ese paisaje, están las y los jóvenes. No como una nota al pie, sino como parte central del andalucismo que viene. Porque claro que hay jóvenes andalucistas. Claro que hay jóvenes de izquierdas. Pero hay que hablarles bien. Sin clichés, sin paternalismos, sin caer en la trampa de hacerles sentir que no saben, que no leen, que no piensan. Hay que hacer política con ellos, no para ellos. Y eso implica estar donde están, escuchar lo que les duele, entender lo que necesitan.
Y también hay que ofrecerles esperanza. Porque la hay. Porque a pesar de las dificultades, hay semillas germinando. Hay proyectos culturales, redes de solidaridad, espacios políticos nuevos donde lo andaluz no es un adorno, sino una forma de estar en el mundo. Y ahí está la tarea: en saber acompañar sin tutelar, en abrir sin imponer, en construir sin exigir devoción.
Eso también nos obliga a quienes mirábamos el andalucismo desde fuera, como si fuera una cosa demasiado solemne o demasiado pura. A quienes nos preguntamos si lo nuestro servía, si encajaba, si valía. Porque ahora sabemos que sí. Que no hace falta sabérselo todo, ni venir de un linaje militante, ni usar siempre las palabras correctas. Hace falta amor, hace falta compromiso, hace falta ganas de construir juntas.
El andalucismo que se necesita no es el que levanta banderas sin preguntarse qué hay detrás. Es el que habla de justicia social, de dignidad, de memoria, de cuidados, de acceso a la vivienda, de respeto a la tierra, de igualdad real. Es un andalucismo que entiende que la identidad no se construye solo con símbolos, sino con derechos.
Porque al final, la gran pregunta no es cómo hacemos atractivo el andalucismo. Es cómo hacemos que Andalucía sea habitable, justa, vivible para los jóvenes. Cómo construimos una tierra que no expulse a quien la sueña. Y eso solo se puede hacer desde un andalucismo de izquierdas y feminista.
Lo demás, será bonito. Pero no será nuestro.