Hoy es 5 de junio, día mundial del medio ambiente. Seguramente, algunas televisiones nos obsequiaran con alguna pieza relevante sobre el cambio climático y los esfuerzos internacionales por sobrellevarlo. En las instituciones, habrá foros y puestas en escena. Los grupos ecologistas realizarán actividades formativas y convocarán acciones. Los partidos pondrán alguna reseña en sus redes. Y mañana, nadie se acordará.
Lo dicen las mujeres cuando gritan todos los días es 8 de marzo. Las trabajadoras y trabajadores los primeros de mayo. Y, efectivamente, si no adquirimos conciencia cada día de la situación límite en la que vivimos, de poco servirán todas las actividades del día de hoy.
Vivimos un mundo tan desigual que los 10 primeros países emisores generan el 45% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, mientras que el 50% restante sólo emite el 13%. Esta desigualdad territorial se convierte directamente en desequilibrio social y de clase: en los primeros 10 días de 2025, el 1% más rico de la población mundial ya había consumido su cuota de emisiones de CO₂ del año. Mientras tanto, la mitad más pobre tardaría más de tres años en alcanzar el mismo nivel de emisiones.
La producción de carne utiliza actualmente el 77% de las tierras agrícolas del mundo y la producción agrícola consume el 70% del agua mundial, cuando el 40% de la humanidad sufre escasez de agua potable. Antes de que los haters de turno comiencen a importunar, aclarar que son datos suministrados por Naciones Unidas. Viene a cuento aquella famosa frase de Diamantino García, el cura de los pobres, cuando afirmaba que medio mundo se muere de hambre y el otro medio de colesterol.
Nuestro modelo productivo actual no sólo es profundamente injusto al crear enormes desigualdades sociales, es que, además, es imposible de sostenerse por más tiempo. La humanidad consume un 70% más de recursos de los que el planeta puede regenerar anualmente. Estamos utilizando el equivalente a 1,6 Tierras para mantener nuestro actual modo de vida, y los ecosistemas no pueden seguir el ritmo de nuestras demandas.
La consecuencia directa es la pérdida de biodiversidad: el 8% de las especies animales conocidas ha desaparecido ya, mientras que un 22% se encuentran en peligro de extinción, por la destrucción de sus hábitats naturales. La extracción y el procesamiento de materiales, los combustibles y la comida son responsables de la mitad de las emisiones de gases de efecto invernadero mundiales totales y de más del 90% de la pérdida de biodiversidad y el estrés hídrico. Emisiones que han aumentado casi un 50% desde 1990, acelerando el cambio climático.
Los acuerdos multilaterales alcanzados por organizaciones y estados han demostrado ser ineficaces para abordar el cambio climático. Se establece una suerte de mercado de compra y venta de emisiones, permitiendo a los países industrializados una “licencia para contaminar”, lo que permite a las grandes corporaciones seguir lucrándose y generando cada vez más residuos. El capitalismo es incompatible con la sostenibilidad. No existe la posibilidad de un capitalismo beneficioso para el medio ambiente y la conservación de la naturaleza.
Somos la primera generación que ha incorporado los microplásticos a nuestra alimentación. Unas sustancias artificiales que se alojan en nuestros pulmones, intestinos, testículos y útero y hasta en el tejido cerebral. De hecho, estudios evidencian que hay entre siete y 30 veces más microplásticos en el cerebro que en otros órganos, como el hígado y los riñones. Y algunos con tal de que haya negocio y empleo quieren hasta incorporar metales pesados, como arsénico y cadmio, a nuestros platos.
Nuestro modelo productivo en la perspectiva de alcanzar los 8 500 millones de humanos para 2030, 5 000 de los cuales vivirán en ciudades, vaticina un colapso de grandes dimensiones con la posibilidad del no retorno. La ciencia considera que un aumento global de un 1,5 °C marca el umbral de la irreversibilidad. Uno de los puntos vulnerables es la cuenca del Mediterráneo, con un aumento de la temperatura un 20% más rápido que el resto del planeta, lo que crea condiciones favorables para la profusión de incendios de sexta generación y de danas.
El deshielo de los glaciares y las plataformas de hielo de los polos se volverá irreversible si las emisiones no se reducen de forma urgente, drástica y global. La Antártida ha perdido tres billones de toneladas de hielo. El grosor del hielo ártico ha disminuido un 40% en 30 años, aumentando el nivel del mar 19 cm y cambiando la salinidad del agua, lo que podría conllevar un cambio catastrófico en la trayectoria de la corriente del Golfo y la aparición de un invierno polar permanente en el centro y norte de Europa.
El cambio climático está acelerando también el deshielo del permafrost en Siberia, Alaska y Canadá, lo que liberaría a la atmósfera gigatoneladas de dióxido de carbono y metano, los principales gases de efecto invernadero, lo que sumiría al planeta en un caos climático irreversible de larga duración.
En este escenario, como anticipó Carlos Taibo, las élites mundiales podrían abrazar la solución final del ecofascismo, con el exterminio de la población sobrante en la periferia, vía guerras fratricidas y hambrunas planificadas, inoculadas convenientemente desde Occidente para salvar a la humanidad de la hecatombe, mientras se amordaza y restringe la democracia en los centros mundiales.
Las élites del poder apuestan claramente por una especie de distopía postcapitalista, donde el totum revolutum de rearme y guerra, auge de los neofascismos y crisis climática señala a un 1984, una sociedad futura militarizada, con extrema vigilancia policial, manipulada mediáticamente, sin apenas libertad individual y desigualdad extrema.
La ausencia de crítica y la unanimidad política es la precondición para el desenvolvimiento completo del régimen de guerra. La oposición al rearme sobra. El destino de los defensores del medio ambiente, de los derechos laborales y de la paz, a ojos del poder establecido, será el mismo: el presidio material o la aniquilación funcional.
Por eso, la lucha contra el rearme y la guerra, la lucha contra la degradación medioambiental, la lucha por mejores condiciones laborales y la defensa de los servicios públicos son, en esencia, la misma lucha de clases, que los poderosos del mundo quieren abolir para sostener sus privilegios.
La salida individual del «sálvese quién pueda» no es una opción, sólo la lucha organizada, combinando políticas de transición ecológica, con planteamientos más a medio y largo plazo de superación del sistema capitalista puede permitirnos albergar una esperanza. Tenemos el derecho de soñar una sociedad diferente, en armonía con la naturaleza, igualitaria y radicalmente democrática y pacífica, que garantice la continuidad de la vida para todos y todas, en condiciones de dignidad.