La España de hoy sigue atrapada en una fractura histórica que ni la Transición ni el régimen del 78 lograron cerrar. Mientras las élites políticas y económicas, ancladas en Madrid, insisten en reducir el país a los intereses de una capital convertida en fortaleza del poder, el resto de los territorios —y especialmente aquellos históricamente marginados— siguen reclamando un lugar en la mesa. La derecha, cómplice de este centralismo asfixiante, repite como un mantra que «Madrid es España». Pero no: «Madrid es el problema». Un problema que impide la equidad entre españoles, agudiza las desigualdades territoriales y perpetúa un sistema diseñado para servir a unos pocos.
Madrid es el símbolo de un pacto de élites que, desde la muerte de Franco, utiliza instituciones como la Iglesia, una parte de la judicatura y las Fuerzas Armadas para blindar su hegemonía. La Transición no fue una ruptura, sino una reforma que mantuvo intactos los pilares del viejo régimen. Hoy, ese mismo establishment instrumentaliza el miedo al «caos territorial» para justificar su control centralista. Pero, ¿qué unidad defienden? Aquella que invisibiliza a Galicia, a Cataluña, a Euskadi, a Andalucía… Aquella que convierte la diversidad en una amenaza y el federalismo en un tabú.
La derecha, con su nostalgia autoritaria, insiste en que cualquier crítica a este modelo es un ataque a España. Pero su España es un espejismo: un país donde los recursos se concentran en la capital, donde las políticas públicas ignoran las necesidades de las periferias, y donde el ejército y el clero siguen siendo brazos extendidos de un poder que desconfía de la democracia real.
En este mapa de desequilibrios, Andalucía ocupa un lugar paradójico. Es la comunidad más poblada, la que atesora una identidad cultural poderosa y la que sufre con mayor crudeza las consecuencias del centralismo y la desigualdad. Sin embargo, su potencial como motor de cambio sigue dormido. La razón es clara: falta un liderazgo político andaluz que rompa definitivamente con el régimen del 78. Ni PSOE ni Izquierda Unida representan una alternativa real. Ambos siguen anclados en dinámicas estatales, aun sus aparentes esquemas federales, en lógicas de pactos con el poder madrileño que siempre terminan diluyendo las aspiraciones de fondo.
Andalucía necesita un proyecto propio, un «andalucismo» que, además, de enarbolar la Arbonaida, construya puentes con otros pueblos del Estado. Un movimiento que, desde el sur, proponga un nuevo contrato social basado en la solidaridad interterritorial, la justicia económica y la democratización radical de las instituciones. El andalucismo es lo contrario de separatismo. Es la herramienta para desmontar el centralismo que ahoga a todos y replantear España como una suma de pueblos libres, no como un feudo de las elites con domicilio fiscal en Madrid.
La cooperación entre los pueblos de la España diversa y plurinacional no llegará mientras el poder siga secuestrado por una minoría que confunde patria con privilegios. Tampoco llegará con partidos que, aunque se autodenominen progresistas o de izquierdas, reproducen la sumisión a Madrid. La solución está en construir desde abajo: municipios, sindicatos andaluces, cooperativas, empresas andaluzas, asociaciones vecinales. Está en articular un pacto común de los territorios para lograr una redistribución real del poder y la riqueza.
El régimen del 78, con su monarquía heredera del franquismo y su Constitución rígida, ya no sirve. Necesitamos una España federal, que respete la plurinacionalidad, donde Madrid deje de ser el ombligo y pase a ser un nodo más en una red de pueblos soberanos. Para eso, Andalucía debe despertar. Debe dejar de mendigar migajas y levantar la voz con la fuerza de quién sabe que, sin el sur, no hay futuro posible. Madrid no es España: Andalucía es la clave del cambio.