Hay algo profundamente reaccionario en cierta izquierda andaluza que se autodenomina andalucista. No por el contenido de sus ideas –que, si existieran, se podrían debatir–, sino por la forma en la que las repiten, sin cesar, como un disco rayado que lleva atascado desde los últimos coletazos del felipismo. Los veo: perorando desde sus cuentas de X (antes Twitter), disfrazados de intelectuales, disfrazados de pueblo, disfrazados de futuro… cuando en realidad no han salido del todo a los ochenta tardíos. Anclados en un álbum de cromos en sepia donde Blas Infante es más una figura litúrgica que una interpelación política, y donde el 28F es un eterno funeral con pancarta. Llevamos 40 años repitiendo un duelo que no fue revolución.
Estos pseudoandalucistas —más pendientes de sus camisetas con frases de Carlos Cano que de construir poder— se presentan como herederos del andalucismo histórico. Y puede. Pero son herederos por defecto, no por voluntad. Porque mientras el pueblo andaluz, el de verdad, el que madruga, el que alquila, el que cuida, el que produce, intenta sobrevivir a la cuarta ola de colonización económica, ellos se siguen masturbando dialécticamente con lo que no pudo ser. Andalucía no necesita nostálgicos con máster en melancolía; necesita estrategas con brújula.
Y es que cuando rascas un poco bajo su supuesto radicalismo identitario, lo que hay es otra cosa: sumisión. Estos «andalucistas» han acabado siendo correas de transmisión de agendas estatales ajenas. No son izquierda confederal, son mamporreros de una izquierda de salón que aún cree que la periferia se mide por su folclore. ¿Dónde estaban estos guardianes del duende cuando se firmaban las políticas agrarias que empobrecían el campo andaluz? ¿Dónde cuando se troceaba la financiación autonómica? ¿Dónde cuando los presupuestos estatales ignoraban, año tras año, nuestras infraestructuras, nuestros trenes, nuestras escuelas?
El andalucismo que necesitamos no es una peña cultural. No es una procesión laica de agravios con saeta incluida. No es una liturgia para aliviar conciencias en Madrid. Es un proyecto político. Radicalmente moderno. Radicalmente emancipador. Radicalmente andaluz. No hay otra.
Hay que dejar de hablar de lo que no pudo ser y empezar a construir lo que será. No desde la pena, sino desde la potencia. No desde la dependencia, sino desde la estrategia. Andalucía no puede seguir siendo el decorado simpático de ninguna izquierda domesticada. Ni la cuota exótica. Ni el remanso verde para las campañas de primavera. Necesitamos una izquierda andaluza que no pida permiso. Que no se disfrace de lo que fue. Que no tenga miedo a asumir que España, tal como está diseñada, es un candado. Y que Andalucía no puede seguir entregando su llave cada cuatro años a quienes no tienen ni idea de lo que aquí se cuece.
El andalucismo del siglo XXI se hace desde el siglo XXI. Con datos, con músculo organizativo, con soberanía económica, con arraigo comunitario. Sin miedo a nombrar al enemigo. Sin pedir disculpas por existir. Ya basta de intelectuales que fingen hablar en nombre del pueblo andaluz mientras negocian su próximo puesto en alguna mesa estatal. Ya basta de poetas sin pueblo y de gestores del agravio.
Porque ser andalucista hoy no es cantar el himno, es construir poder popular. No es enarbolar la bandera, es controlar el presupuesto. No es invocar a Blas Infante, es organizar a las trabajadoras del SAT, a las temporeras de Huelva, a los jóvenes que huyen a Berlín. No es llorar por el pasado, es pelear por el porvenir.
Y eso, compañeras, sólo se hace sin complejos, sin ataduras, sin pedir permiso.