La amenaza pública, explícita, de expulsión de España contra Laura Arroyo, periodista de Canal Red y tertuliana en RTVE por motivos ideológicos o raciales por parte de José Manuel Vallejo Aznar (Josema), suboficial de la Guardia Civil, vicepresidente de la asociación policial de extrema derecha Una Policía para el Siglo XXI, y candidato de VOX al Congreso por Huesca en las elecciones generales de 2023, según la Ley Orgánica 12/2007, de 22 de octubre, que regula el régimen disciplinario de la Guardia Civil, está sancionada como una falta muy grave, especialmente si comprometen la neutralidad institucional, la imagen del cuerpo o incitan al odio.
Las amenazas públicas, especialmente si provienen de un agente armado y vinculado a una asociación policial con tintes ideológicos, vulneran el principio de neutralidad política; el deber de respeto a los derechos fundamentales; la imagen pública del cuerpo y la convivencia democrática. Además, el hecho de que Josema se presente como representante de una asociación policial no lo exime de responsabilidad individual ni institucional. Que un funcionario público, con arma reglamentaria, que es cabo primero de la Guardia Civil y, según la información disponible, está en activo, no en situación de excedencia, significa que sí está sujeto al régimen disciplinario de la Guardia Civil, y que sus declaraciones públicas pueden ser sancionadas, incluso si se realizan fuera del servicio. Es más, si se diera el caso que estuviera en excedencia no lo exime de responsabilidad penal o civil si sus declaraciones constituyen delito y, presuntamente, lo son. Además, si representa públicamente a una asociación policial vinculada al cuerpo, puede haber responsabilidad institucional indirecta, especialmente si usa su condición de guardia civil y tertuliano en un medio televisivo, lo que le otorga legitimación y autoridad pública. Que Josema se permita anunciar su intención de expulsarla en cuanto gobierne VOX, no es una anécdota: es una advertencia. Y lo más grave no es solo la amenaza, sino el silencio que la rodea.
Laura Arroyo es periodista, comunicadora política, migrante, mujer, feminista y vinculada a un medio con vocación de ofrecer una alternativa informativa libre, sin dependencia, lo que irrita sobremanera a los poderes establecidos. Que el cabo primero Josema la amenace con quitarle el DNI y devolverla a su país es un ejemplo claro no solo de racismo institucional, también de cuando la voz incomoda y, si esto ocurre, no siempre se responde con argumentos, como es el caso, motivo por el que para los grandes medios que responden a intereses empresariales tener una voz crítica, autónoma, es un desafío intolerable, más si se dejan al descubierto conductas de la parte militante del Poder Judicial o de las cloacas mediáticas, policiales y políticas, ejercicio informativo el de Laura Arroyo, que solo puede ser interpretado como una defensa elocuente de la soberanía popular.
Pero ¿dónde está la condena de la llamada progresía mediática? ¿Dónde están los editoriales, los comunicados, los gestos de solidaridad? ¿Y, los representantes del PSOE, de Sumar o del Gobierno? El silencio atronador de quienes se autoproclaman defensores de la libertad de prensa revela una incomodidad profunda: apoyar a Laura Arroyo sería, en su lógica, apoyar a Canal Red, y por extensión, a Podemos. Y eso, para muchos, es cruzar una línea que prefieren no tocar, aunque eso implique mirar hacia otro lado ante una amenaza fascista.
Este silencio no es neutral. Es complicidad. Es asumir el marco de la extrema derecha sobre la inmigración. Es aceptar que una periodista puede ser amenazada por su origen, por su ideología, por su medio, sin que eso merezca una reacción institucional o mediática. Es normalizar el odio.
La libertad de prensa no puede ser selectiva. No puede depender del medio en el que se trabaja ni del color político de quien la ejerce. Si la izquierda no defiende a sus periodistas, si los medios progresistas no alzan la voz ante el acoso a una compañera, a una periodista, están cediendo terreno a quienes quieren silenciar toda disidencia. Y lo hacen, además, en nombre de una supuesta equidistancia que solo beneficia a los sectarios.
Laura Arroyo no está sola. Pero necesita que quienes creen en la democracia, en la pluralidad informativa y en los derechos humanos lo demuestren. El silencio frente a la violencia ideológica ejercida por un agente del orden no solo socava la credibilidad democrática, sino que normaliza el racismo institucional y la impunidad. En tiempos donde la libertad de expresión y la protección de periodistas deberían ser irrenunciables, callar, es tomar partido.