El retuit como acto de fe y el auge de los pseudo medios digitales
Hay una frase que todos hemos visto cientos de veces: «He leído y acepto los términos y condiciones». Y todos sabemos que, salvo alguna criatura mítica con exceso de tiempo libre, nadie la ha leído jamás. Lo curioso es que ese gesto automático ha dejado de ser exclusivo del mundo digital-legal y se ha convertido en el pan nuestro de cada día en el consumo informativo: leer titulares, asumir verdades, compartir con rabia, pasar página. Hemos firmado un contrato tácito con la desinformación. Y lo hacemos con entusiasmo: son nuestros dos minutos de odio, como en la novela 1984, de George Orwell. Catarsis para no pensar.
El pseudo medio como síntoma (y negocio)
En esta nueva economía de la atención, el rigor es un lastre y la velocidad lo es todo. Así nacen los pseudo medios: portales que visten de noticia lo que es apenas un tuit inflado con adjetivos. Su objetivo no es informar, sino enfadar, confirmar sesgos o simplemente sumar clics. Algunos imitan el lenguaje periodístico, otros ni se molestan. Lo importante es que parezca creíble durante los cinco segundos que tarda en compartirse.
Estos espacios no operan en los márgenes: están perfectamente integrados en la conversación pública. Aparecen en los trending topics, son citados por tertulianos y se infiltran en WhatsApp como el nuevo «me lo contó mi primo que trabaja en el Gobierno». La línea entre medio y meme es cada vez más fina.
El lector que no lee
Pero el pseudo medio no es el único responsable. La desinformación necesita de su mejor aliada: la audiencia perezosa. Esa que no entra en el enlace, que no distingue sátira de realidad, que reacciona al titular como si fuera una alerta de incendio. Compartimos para indignarnos, no para informarnos. Si un titular confirma lo que ya creemos, ¿para qué leer más?
El acto de retuitear se ha convertido en una liturgia. No es necesario entender, solo posicionarse. En ese gesto está todo: nuestra identidad, nuestra ideología, nuestra voluntad de pertenecer. Leer el texto sería, en el fondo, arriesgarse a matizar.
El algoritmo como cómplice
Las plataformas lo saben. Premian lo que se mueve, no lo que se sustenta. El contenido que emociona —especialmente si es negativo— tiene más alcance que el que explica. Y así, la noticia rigurosa queda enterrada bajo una montaña de titulares con signos de exclamación, fotos manipuladas y vídeos sacados de contexto.
El algoritmo no tiene ideología, pero sí prioridades: clics, tiempo de visualización, engagement. Y ahí gana siempre el que grita más fuerte, no el que tiene razón.
Cuando la verdad ya no importa
Hay bulos que han sido desmentidos decenas de veces y siguen circulando con la vitalidad de una cucaracha nuclear. Noticias falsas que provocan consecuencias reales: amenazas, políticas públicas erróneas, odio. Y cuando el daño está hecho, la corrección llega tarde, pequeña, sin viralidad. El desmentido no será trending topic, ni se dedicarán horas en tertulias, no escucharás a tu vecina decir «pues eso han dicho que es mentira».
En ese ecosistema, hasta los medios tradicionales han caído en la trampa. Se titula para atraer, se redacta para posicionar, se pierde el contexto por el camino. La presión por sobrevivir convierte el periodismo en espectáculo, y al espectador en cómplice. Circo de tres pistas, mientras la noticia muere de inanición.
Firmando sin mirar
Quizá el mayor problema no sea que nos mientan, sino que ya no nos importe. Hemos aprendido a vivir en la superficie de la información, firmando contratos invisibles cada día. Aceptamos los términos y condiciones del caos informativo porque nos resulta cómodo, rápido, adictivo.
Tal vez la pregunta más honesta no sea «¿quién nos desinforma?», sino «¿por qué lo aceptamos tan fácilmente?».