Mientras los focos mediáticos se encienden con cada protesta del metal, pocos se detienen a observar el patrón histórico que se repite: Andalucía pone los brazos, Madrid reparte los contratos. De los astilleros de Cádiz a la química de Huelva, pasando por Navantia y las huelgas silenciadas, el sur ha sido empujado —una y otra vez— a una industrialización subordinada, parcial y precaria. Hoy, el conflicto no empieza en el piquete: empieza en la raíz misma del modelo económico impuesto.
Introducción: Un sur que arde
La huelga del metal vuelve a encender las calles del sur. No es la primera vez. Ni será la última mientras el patrón se repita: contratos que no llegan, promesas que se evaporan, tensión que se acumula en los talleres hasta estallar en las avenidas. Esta vez ha sido Cádiz. Como antes lo fue Puerto Real. Como lo fue Huelva. Como lo serán otras si no se cambia el rumbo.
Las imágenes son ya un género propio: barricadas humeantes, obreros encapuchados, policías desplegados, sirenas, fuego, cargas. Un déjà vu que salta de generación en generación, pero que los grandes medios tratan como si fuera nuevo, como si no hubiese un hilo que los conectara.
Ese hilo existe. Y es grueso. Se llama modelo económico. Se llama subordinación territorial. Se llama sur estructuralmente precarizado para sostener la estabilidad del norte. Cuando arde el metal, no arde solo una fábrica: arde una herida abierta desde hace décadas, la de una Andalucía que nunca ha tenido permiso para pensarse a sí misma desde la soberanía industrial.
Este editorial no va de una huelga. Va de todas. Va de lo que hay debajo de cada fuego. De lo que no se ve entre tanto humo. Va del país, no de la rama del arbusto.

Crónica de una desindustrialización anunciada
La desindustrialización andaluza no fue un accidente. Fue una decisión política. Una estrategia. Un diseño desde arriba con consecuencias abajo. No se trató solo del cierre de fábricas: fue la construcción de un modelo dependiente, una especie de cordón sanitario económico para contener al sur en los márgenes de la productividad real.
Durante el franquismo, entre 1959 y 1975, el llamado Desarrollismo impulsado tras el Plan de Estabilización trajo consigo la creación de polos de desarrollo industrial. En Andalucía se concentraron en zonas como Huelva, Cádiz, Sevilla y Linares. Pero eran polos pensados como plataformas de producción subordinada: petroquímicas, astilleros, refinerías o centrales térmicas diseñadas con una lógica extractiva o militar.
Mientras Madrid, Barcelona o Bilbao recibían inversiones en industria tecnológica, automoción o metalurgia avanzada, Andalucía fue destinada a las tareas sucias o a las industrias pesadas del Estado. Nada que generara autonomía real. Mucho que generara dependencia.
Las bases militares estadounidenses en Morón, Rota y Gibraltar completaban el cuadro: el sur como territorio de sacrificio, no como eje de soberanía.
Con la muerte de Franco (1975) y la llegada de la democracia, llegó también la reconversión industrial. Y fue traumática. A lo largo de los años 80, bajo gobiernos de UCD y después del PSOE de Felipe González, se impuso una política de cierre progresivo de industrias públicas en nombre de la «modernización productiva». El mantra era claro: menos sector público, más mercado.
En paralelo, la entrada en la CEE en 1986 fue celebrada como una gran oportunidad, pero supuso la imposición de reglas estrictas: limitaciones productivas, cuotas agrícolas, y el cierre progresivo de sectores considerados «no competitivos». Andalucía tuvo que firmar su propia mutilación económica para recibir fondos estructurales. Aceptábamos la limosna millonaria del desarrollo a cambio de la potencia industrial.
Se perdieron miles de empleos en:
- Astilleros (Puerto Real, San Fernando, Sevilla)
- Siderurgia y minería (Peñarroya-Pueblonuevo, Riotinto, Linares)
- Industria textil (prácticamente erradicada)
- Fábricas públicas de transformación (azúcar, tabaco, herramientas, etc.)
Los nombres de los programas lo decían todo: reconversión, reestructuración, ajuste. Bajo la capa de eufemismos neoliberales, se ejecutó la amputación industrial del sur, al tiempo que se ofrecían subvenciones y servicios de empleo como calmante. Pero el daño ya estaba hecho.
Durante los 90 y 2000, el modelo se consolidó. Mientras Euskadi recuperaba músculo industrial con empresas tractoras y Cataluña se convertía en clúster tecnológico, Andalucía quedó atrapada entre la agricultura subvencionada, el turismo precarizado y las infraestructuras de paso. La colonia 3.0 se asentaba.
Programas como el PER (Plan de Empleo Rural), que nacieron como medidas de urgencia ante el colapso económico, se convirtieron en mecanismos estructurales. En vez de construir industria, se ofrecían jornales. En vez de tejido productivo, asistencialismo.
La Junta de Andalucía, gobernada por el PSOE durante casi 40 años, no construyó un proyecto propio de industrialización andaluza. Lo aceptó. Lo gestionó. Lo administró. Pero no lo combatió.
Los sindicatos lo sabían. Las organizaciones vecinales lo denunciaron. Pero el relato dominante era otro: Andalucía no era viable. Era torpe. Era ineficiente. Había que dejarle lo justo para no explotar. O mejor dicho: para que explotara solo de vez en cuando.
Y así se fue consolidando una industrialización selectiva, siempre bajo tutela, siempre con fecha de caducidad. El sur quedó para lo que no quisieran en el norte: residuos, logística de paso, contratos militares si había suerte, y subvenciones que no compensaban el daño.
Ni olvido, ni sorpresa. Hoy, la huelga del metal no es un rayo en cielo despejado. Es una tormenta prevista desde hace décadas. Un sistema que se desangra porque nunca se cerraron las heridas. La pregunta no es por qué hay conflicto. La pregunta es cómo ha aguantado tanto sin estallar.

Astilleros, Navantia y el modelo de limosna
En Cádiz, el metal no se oxida: se acumula. Y estalla. La historia de los astilleros de la Bahía es la historia de una industria condenada a mendigar su propia supervivencia. Cada contrato llega como una limosna, cada huelga como un grito desesperado por no desaparecer.
De la Bazán a Navantia: la crónica de la militarización. La historia del astillero de Puerto Real arranca en 1970. En plena dictadura, se inaugura como parte de la expansión de la Empresa Nacional Bazán. La planta gaditana se concibe como parte de un complejo nacional de construcción naval donde el peso militar es claro desde el principio. Pero en la Bahía, el desarrollo siempre llega con condiciones: los barcos se construyen, sí, pero las decisiones se toman en Ferrol o en los despachos del Ministerio de Defensa.
En 2000, el conglomerado de astilleros públicos Izar (resultado de una fusión forzada entre Astilleros Españoles y Bazán) comienza a hacer aguas. Acusaciones de mala gestión, conflictos sindicales, y sobre todo una presión brutal desde Bruselas: la UE considera que las ayudas públicas al sector vulneran la competencia.
En 2004, el gobierno de Zapatero se pliega: Izar se divide, se desmantelan astilleros civiles y se forma Navantia, centrada casi exclusivamente en la construcción naval militar. Cádiz queda atrapada: ni competitiva para la UE, ni prioritaria para Defensa.
Desde entonces, el futuro industrial de la Bahía se resume en una palabra: contrato. No hay planificación, ni I+D, ni apuesta sostenida. Solo encargos puntuales. Cada uno negociado como si fuera una concesión, una dádiva, una bala con la que disparar esperanzas hasta que se acabe la pólvora.
El empleo: un espejismo de contratos intermitentes. En los años 80, los astilleros de la Bahía (Puerto Real, San Fernando y Cádiz) empleaban directamente a más de 7 000 trabajadores. La transición fue dura, pero aún se mantenía una cultura obrera fuerte y una cadena de valor real.
Hoy, entre todas las plantas de Navantia en la Bahía, apenas superan los 2 200 empleos directos. Y la cifra es aún más cruda cuando se observa que casi el 70 % del trabajo real lo hacen subcontratas. Es decir: limpieza, soldadura, montaje, transporte… todo externalizado a empresas auxiliares que se rigen por convenios más laxos, sin derechos consolidados y con alta rotación.
La plantilla directa —funcionarial o con contratos históricos blindados— actúa como escudo sindical, pero es minoría. Mientras, el grueso del esfuerzo recae en trabajadores jóvenes, mal pagados, con jornadas infernales y escasa seguridad laboral.
Y aquí entra la otra trampa: los anuncios políticos. Cada vez que se firma un contrato con Arabia Saudí, con Australia o con el Estado español, se anuncian «más de 6 000 empleos». Pero nunca se dice que esos empleos duran 6, 12, o 18 meses, y que la mayoría ni siquiera pasa por Navantia: trabajan en talleres periféricos, sin cobertura, sin garantía de continuidad.
La política del chantaje: contratos a cambio de paz. El ejemplo más sangrante fue el contrato saudí de 2018: cinco corbetas por valor de más de 1 800 millones de euros. El Gobierno del PP lo vendió como «oxígeno» para Cádiz. La Junta del PSOE lo celebró. Incluso parte del sindicalismo se tragó el anzuelo.
Pero detrás del contrato hubo una línea roja ética: las corbetas eran para un régimen implicado en crímenes de guerra en Yemen. Se intentó silenciar la protesta con dinero. El debate duró unos días, pero ganó el pragmatismo: «más vale soldar para dictaduras que no soldar en absoluto». Así se justifica hoy un modelo industrial que funciona a base de chantajes emocionales y contratos geopolíticos sucios.
En 2021, Navantia anuncia el cierre de producción en Puerto Real, uno de los emblemas del sindicalismo gaditano. ¿El argumento? Falta de carga de trabajo. ¿La realidad? Reorganización interna que prioriza Ferrol y Cartagena. La protesta fue feroz. La respuesta, fría. Al final se evitó el cierre total, pero la carga de trabajo se redujo a mínimos históricos. Puerto Real se convirtió en un solar con grúa.
La trampa emocional: Cádiz como decorado del metal. Cada vez que Cádiz protesta, alguien en Madrid recuerda el «orgullo obrero» de la Bahía. La épica. La resistencia. El legado. Es un relato que conviene a todos: a los políticos, que se sacuden responsabilidades con homenajes vacíos; a los medios estatales, que lo empaquetan como color local; y a los propios trabajadores, que lo necesitan para no derrumbarse.
Pero la épica sin estrategia es gasolina sin motor. Se exalta la lucha, pero no se construye un nuevo modelo. Se hereda el conflicto, pero no se hereda la solución. El resultado es una generación atrapada en un ciclo de frustración: saben pelear, pero no tienen con qué construir.
Y mientras tanto, cada vez que hay disturbios, el foco mediático gira hacia la violencia. Se criminaliza al trabajador. Se reduce la protesta a cuatro imágenes de fuego. Nunca se habla del sistema que ha dejado a miles de familias dependiendo de una corbeta extranjera para comer.
Un modelo agotado. Navantia no es una excepción. Es un experimento sostenido en el tiempo que demuestra cómo España ha gestionado su periferia como zona de amortiguación social y política. Cádiz sirve para aliviar tensión a base de contratos. Se alternan gobiernos, pero el método es el mismo: entregar pan con pólvora.
Sin un plan industrial propio, sin autonomía presupuestaria, sin diversificación del sector ni inversión en transición verde, la Bahía seguirá siendo lo que hoy es: el escaparate de un fracaso colectivo que se disfraza de resistencia épica.

El cinturón tóxico: lo que sí se permite
Mientras las grandes industrias limpias se concentran en el norte —automoción, biotecnología, energía renovable, tecnología punta—, Andalucía ha sido designada, sin debate ni rubor, como vertedero industrial del Estado. Una zona de sacrificio consentido donde instalar lo sucio, lo peligroso, lo contaminante.
Y si hay una provincia que encarna ese papel, es Huelva, la capital del colonialismo químico.
En 1965, en pleno auge del desarrollismo franquista, se crea el Polo Químico de Huelva. Se presenta como motor económico del suroeste, pero en realidad era un plan de evacuación industrial: trasladar las industrias molestas lejos de Madrid, del País Vasco, de Cataluña. Lo que no querían en su casa, lo encajaron en la nuestra.
Se instalan allí gigantes como Fertiberia, Atlantic Copper, Foret, Ence, y AIQBE (Asociación de Industrias Químicas, Básicas y Energéticas). Se produce ácido fosfórico, amoníaco, cobre refinado, energía térmica. Un infierno invisible que alimenta la economía española… envenenando a su periferia.
A cambio, se prometió empleo. Se vendió futuro. Pero llegó la factura: vertidos masivos al río Tinto, contaminación atmosférica, y lo más icónico: las balsas de fosfoyesos. Montañas radiactivas a cielo abierto, a las puertas de una ciudad de 140 000 habitantes.
Las balsas de fosfoyesos, símbolos de impunidad. Los fosfoyesos son residuos de la producción de ácido fosfórico. Contienen metales pesados, arsénico, uranio y torio. Desde los años 70, Fertiberia ha vertido más de 120 millones de toneladas de estos residuos en marismas del río Odiel, cubriendo más de 1 200 hectáreas.
En 2010, el CSN (Consejo de Seguridad Nuclear) reconoció riesgos radiológicos en la zona. En 2014, la Audiencia Nacional ordenó la restauración ambiental. ¿Resultado en 2025? Nada.
La Junta y el Estado se han pasado años disputando competencias. Fertiberia ha presentado proyectos de «cubrición» —tapar con tierra los residuos, sin retirar ni descontaminar—. La sociedad civil ha gritado. Nadie ha escuchado. El paisaje sigue allí: una masa tóxica y silenciosa que recuerda que aquí se permite lo que en el norte ni se plantea.
Campo de Gibraltar, refinerías, cáncer y silencio. Otro nodo del cinturón tóxico es el Campo de Gibraltar, donde la refinería de Cepsa en San Roque es una de las mayores de Europa. A su alrededor, más de una decena de industrias químicas, térmicas y logísticas conforman uno de los complejos más contaminantes del continente.
Un estudio de la Universidad de Granada y el CSIC demostró que los índices de cáncer en la zona eran entre un 10 y un 30 % superiores a la media andaluza. La respuesta institucional fue… el silencio. No hay estudio epidemiológico oficial completo. No hay estrategia sanitaria específica. Solo negación.
¿Por qué aquí sí? Porque aquí no se grita tan fuerte. ¿Por qué este modelo se perpetúa? Porque se considera que el sur no tiene poder político suficiente para impedirlo. En Madrid se calcula el coste de oponerse: si la ciudadanía está fragmentada, si los sindicatos están cooptados, si la Junta no protesta… el negocio sigue.
Y el negocio no es solo español. Muchas de estas industrias están participadas por capital extranjero, y operan con normativa laxa, fiscalidad blanda y garantías de impunidad. La Agencia de Medio Ambiente andaluza, que debería fiscalizar, carece de medios y voluntad. El papel de la Junta ha sido siempre de «acompañamiento», nunca de fiscalización.
No es desindustrializacion, es redistribución tóxica. Cuando se dice que Andalucía ha sido desindustrializada, hay que matizar: se han desmantelado las industrias dignas, se han mantenido las nocivas. Lo que no compite se cierra. Lo que contamina se tolera. Lo que genera dependencia se refuerza.
Y esta redistribución no es neutra. Tiene forma, tiene color, tiene territorio. Tiene lógica colonial: Andalucía no es un espacio vacío, es un espacio degradado por diseño.

La raíz del conflicto: centro y periferia
Andalucía no es pobre. La han empobrecido. No es improductiva. La han subordinado. Y no es periférica por geografía, sino por diseño. El conflicto del metal, los fosfoyesos, las subcontratas, las huelgas a gritos… todo forma parte de un sistema perfectamente engrasado donde la lógica centro-periferia se impone con forma de Estado.
El conflicto no es laboral. Es territorial. Y el patrón es constante: Madrid decide, Andalucía ejecuta. Y si se rompe algo, se tapa.
¿Qué es centro y qué es periferia? No hablamos de distancias físicas, sino de jerarquías políticas, económicas y simbólicas. El centro es quien concentra las decisiones estratégicas, las sedes fiscales, los medios de comunicación, los ministerios, los fondos de inversión y la cobertura mediática.
La periferia es quien produce sin decidir, sufre sin nombrar y resiste sin visibilidad.
En este modelo, Madrid no es solo una ciudad: es una categoría de poder. Y Andalucía, como Euskadi o Galicia, ha sido tratada históricamente como territorio de extracción. Pero con una diferencia: aquí no se toleró la autonomía industrial ni la fiscalidad diferenciada. Aquí no se firmaron conciertos, ni se defendió tejido productivo. Aquí se aplaudió la obediencia y se castigó la ambición.
La Junta como correa de transmisión. La Junta de Andalucía debería haber sido el escudo institucional de su gente. Pero durante décadas ha actuado como gestora dócil de los fondos estatales y europeos, sin construir un proyecto económico propio.
Desde el PSOE histórico de Chaves y Griñán hasta el PP de Moreno Bonilla, la tónica ha sido la misma: gestionar la subvención, no reindustrializar; administrar la pobreza, no disputar el modelo.
La Consejería de Industria (cuando la hay), los planes de empleo, las zonas logísticas, las ayudas a las tecnológicas… todo está pensado como pegatinas sobre una estructura rota. No hay soberanía fiscal, ni banca pública, ni capacidad de interlocución con Bruselas en clave andaluza.
Andalucía no invierte. Administra. No planifica. Ejecuta. Y cuando se desata un conflicto como el de los astilleros, la Junta aparece solo para mediar, no para liderar.
Los medios del centro: el relato también se exporta. Y no se puede hablar de subordinación sin nombrar al aparato mediático centralista. Cuando hay fuego en Cádiz, los titulares en Madrid no hablan de condiciones laborales, sino de disturbios. Cuando se denuncia contaminación en Huelva, se responde con tecnicismos. Cuando se plantea una Andalucía con capacidad industrial propia, se tacha de populismo o regionalismo trasnochado.
Televisión Española, El País, La SER, El Mundo, ABC… todos repiten el marco: el sur como problema, nunca como solución.
El relato dominante presenta a Andalucía como una tierra subsidiada, folclórica y eterna deudora del Estado. Una visión que neutraliza cualquier aspiración política real y que convierte las protestas en «ruido» y no en diagnósticos.
Europa no vino a salvar: vino a rediseñar. La entrada en la UE trajo fondos, sí. Pero también condiciones. Las ayudas estructurales llegaron a cambio de renunciar a sectores estratégicos: astilleros, azúcar, minería, industria naval civil… Andalucía recibió dinero, pero perdió músculo.
Las multinacionales se instalaron para aprovechar subvenciones temporales, bajos costes laborales y suelo barato. Y cuando se acabó la ayuda, se marcharon. Un modelo de uso y desecho donde la Junta hacía de anfitriona, no de reguladora.
Europa tampoco es neutra. Su modelo de cohesión territorial ha reforzado el eje norte y ha utilizado al sur como reserva de mano de obra estacional, suelo agrícola y espacio turístico. Lo verde aquí llega solo si no interfiere con los intereses de Francia, Alemania o los Países Bajos.
Andalucía: periferia interior de un Estado sin proyecto para ella. Y aquí llegamos al núcleo del problema: el Estado español nunca ha tenido un proyecto para Andalucía que no sea su subordinación. Ni en clave nacionalista, ni federal, ni autonómica. Se le ha dejado existir, pero no decidir. Vivir, pero no desarrollarse.
No es casual que las infraestructuras de alta velocidad sirvan para sacar mercancía, no para conectar barrios obreros. Ni que las inversiones estratégicas (hidrógeno verde, energía solar, industria del litio) se diseñen en despachos de Madrid, con empresas del Ibex y lobbies extranjeros, mientras en el sur se pelea por un contrato temporal o por que no te tapen con tierra la radiactividad.
Y no es solo Cádiz. Es Córdoba sin trenes de mercancía. Es Jaén sin Plan Colce. Es Huelva con las balsas. Es Linares sin factorías. Es toda una tierra que produce valor y recibe migajas.
O centro, o soberanía. La raíz del conflicto no está en el metal, ni en los contratos. Está en el reparto del poder. En cómo se ha construido un país en el que el sur solo es útil si calla, produce y aplaude.
Pero algo está cambiando. La rabia ya no se canaliza solo en el piquete: empieza a encontrar palabras, medios, estrategias. Si no se permite construir industria, se construirá discurso. Si no se concede soberanía, se exigirá.
Y si el centro no escucha, entonces será el sur quien hable más alto.
Lo que nos jugamos hoy
La huelga del metal no es una postal obrera más para el álbum de la nostalgia andaluza. Es un espejo. Uno que refleja décadas de abandono, una estructura económica diseñada para mantener al sur subordinado, y un hartazgo que ya no cabe en los discursos institucionales.
Pero también —y esto es clave— es una encrucijada. Porque hoy, Andalucía ya no solo grita: piensa, recuerda, articula. Y eso la vuelve más peligrosa que nunca para quienes se benefician de su parálisis.
No se trata solo de empleo. Cada vez que se habla del conflicto del metal, los gobiernos lo reducen a números: cuántos contratos, cuántos puestos de trabajo, cuánto PIB. Es una lógica contable que olvida lo esencial: el trabajo aquí no es una estadística, es un ancla vital, una forma de pertenencia, una columna vertebral comunitaria.
Cuando cierran un astillero, no se va solo el empleo: se va la autoestima del barrio, se vacían las escuelas, se apagan los bares, se rompen los vínculos. El conflicto es también cultural, emocional, intergeneracional.
La alternativa: reindustrialización sí, pero con soberanía. La izquierda institucional lleva años repitiendo el mantra de la reindustrialización verde, de la transición ecológica justa. Pero ¿justa para quién? ¿Desde dónde? ¿Bajo qué condiciones? ¿Cómo? Muchas veces, de tanto que se repitió la consigna, se olvidó formular las respuestas.
Andalucía no puede aceptar una transición que vuelva a colocarla en el margen, como proveedor de sol para otros, como vertedero digital, como nodo logístico de paso.
Lo que se necesita es:
- Industria pública estratégica, con inversión real, planificación y arraigo territorial.
- Democratización de la energía, para que no solo se produzca aquí, sino que nos beneficie aquí.
- Tecnología con rostro humano, que forme a la juventud en I+D sin obligarla a huir.
- Y sobre todo: autonomía fiscal, normativa y política para decidir qué queremos producir y cómo.
No es una utopía. Es una exigencia. Y empieza en la calle, pero debe acabar en el BOJA, en el Parlamento, en el tejido productivo real.
Esto va de dignidad territorial. En Cádiz, en Huelva, en Linares, en San Roque, la gente no solo quiere trabajo. Quiere que el Estado deje de mirarlos como un problema y empiece a tratarlos como una potencia. Porque lo son. Porque lo hemos sido. Porque no aceptamos seguir viviendo en la trastienda del país.
Este conflicto, como todos los grandes conflictos históricos, no va de lo que se pierde, sino de lo que se conquista.
Con cada protesta, con cada asamblea, con cada editorial que se atreve a contar la verdad, se dibuja un nuevo mapa: el de una Andalucía que no pide permiso. Que sabe que si no nos pensamos desde el sur, nos administrarán desde el centro.