La imagen no se me irá nunca. Dos cuerpos calcinados en lo que ayer fue una tienda de campaña. No hay sangre. No hay movimiento. Solo humo y silencio. Me la envió un colega desde Gaza con motivo de la entrevista a Saif Abukeshek; necesitábamos material para ilustrar lo que narra y aún mantengo contactos en la zona. Desde el primer momento, lo tuve claro: no la vamos a publicar. No porque no sea cierta. Si no porque es demasiado cierta.
El periodismo, en estos contextos, no es un oficio. Es una herida abierta. Y, al mismo tiempo, una línea de defensa. Porque cuando todo lo demás falla —la diplomacia, los tratados, los organismos internacionales—, lo único que queda es el testimonio. Lo que alguien vio, lo que alguien fotografió, lo que alguien se atrevió a contar.
Pero ahí empieza el dilema. ¿Hasta dónde puede y debe mostrar el periodismo? ¿Cuándo una imagen denuncia, y cuándo se convierte en espectáculo? ¿Dónde termina la responsabilidad y empieza la crueldad visual?
La frontera es borrosa. Y aun así, hay que caminar sobre ella.
La foto que ilustra este editorial es otra de esas que no suelen ver la luz, que tienen historias. La hizo Jonathan Ramalho, un freelance. Tiene otra, hermana, donde aparecen los mismos hombres, a su vuelta por el mismo camino. Siguen al lado de la carretera, en casi las mismas posiciones. La única diferencia es que, en la segunda instantánea, están todos muertos.
Hace un tiempo, escribí varios relatos sobre la crueldad soportada por el periodismo en catástrofes, conflictos y casos truculentos. Noticias que se diluyen en el tiempo, pero que dejan rasgaduras en el alma de quien escribe, de quien fotografía. Solo en ocasiones, el sonido del obturador logra su objetivo: narrar que la barbarie es tan indecente, tan abyecta, que no haya más remedio que cesar las hostilidades. Dentro y fuera. Las guerras se pueden ganar sobre el terreno, pero perder en el poliedro de la opinión pública. Este es un debate que ha acompañado al periodismo desde que la primera cámara capturó lo que no podía hacer una carta, una crónica enviada por teléfono: los efectos de la guerra, sobre todo de la guerra moderna, sobre el ser humano. Tanto en el que dispara, como en el que es disparado.
Las imágenes del crimen de My Lai no solo revelaron una masacre: frenaron una guerra. Las fotografías de Abu Ghraib no solo mostraron tortura: desnudaron la maquinaria deshumanizada de un imperio. Alan Kurdi, tendido boca abajo en una playa, no fue el primer niño muerto en el Mediterráneo, pero fue el primero que Europa decidió ver. Y eso cambió —aunque fuera un instante— la narrativa del éxodo.
Entonces, ¿mostrar o proteger? ¿Publicar o reservar? ¿Herir con la verdad o silenciarla por compasión?
Lo que sí sabemos es que la invisibilización también mata. Y que las guerras no solo se libran con misiles. Se sostienen en parte por el silencio estructurado de los medios. Lo que no se ve, no existe. Por eso el periodismo gráfico no es un apéndice del relato: es su espina dorsal.
Pero eso no significa que todo valga. No somos notarios fríos del horror. No estamos llamados a cosificar el sufrimiento para alimentar el la visita.
Somos testigos. Y el testigo tiene un deber ético: ver, entender, y luego traducir el dolor sin traicionarlo. Eso implica seleccionar, enmarcar, decidir cuándo una imagen debe ocupar la portada… y cuándo debe guardarse en la carpeta de «pruebas para juicio». Para nosotros se quedan los cuerpos destrozados, las calcinadas calaveras que sonríen macabramente. Yo se la describo porque la he visto, porque la he vivido, pero, también, se la ahorro, para que no se cultive el cinismo y la desesperanza.
En TuPeriódico, creemos en el periodismo como servicio público. Como forma de memoria y de resistencia. Y también como acto de cuidado. Por eso hoy elegimos no mostrar algunas imágenes. Pero las tenemos. Las hemos visto. Las llevamos dentro. Y las pondremos, si hace falta, sobre una mesa de juicio.
Porque hay cosas que no se publican.
Pero no se callan.