Sale de la mani emocionada, grita contra el machismo, se siente parte de algo. Pero el lunes vuelve la tele, el móvil, la rutina. Y poco a poco se diluye el empoderamiento. No es ella: es el sistema que la reclama de vuelta. ¿Cómo se disputa el sentido común cuando la hegemonía se cuela por el mando a distancia?
La escena es tan cotidiana que ya no escandaliza: una mujer de barrio, con la pensión justa o la nómina exprimida, que se indigna con la vida y se ilusiona con cada brizna de justicia. Que un día marcha por el 8M, emocionada, valiente, convencida de que esto no puede seguir así. Que ha visto cómo han tratado a su hija, cómo han callado a su amiga, cómo se ha tenido que callar ella durante años. Y ese día se siente parte. Grita. Siente. Es.
Pero luego llega el lunes. Y el lunes es otra cosa.
Porque el lunes está el telediario soltando que las feministas no condenan la violencia cuando «no les interesa». El lunes está ese tertuliano que mezcla libertad de expresión con libertad para humillar. El lunes está el marido diciendo que «con tanto cupo ya no se puede ni ser hombre». Y el lunes, lo que ayer era fuego se convierte en ceniza.
No por incoherencia, sino por presión.


Lo que hay aquí no es falta de convicción, sino un asedio cultural. Un sistema que sabe que no puede permitir que esa mujer, tan común, se quede en la trinchera del domingo. Porque si lo hiciera, cambiaría el país. Así que la necesita de vuelta en casa, mirando la tele y dudando de sí misma.
Por eso el poder no solo se disputa en el Congreso: se juega en la sobremesa, en el WhatsApp familiar, en el hilo de comentarios de Facebook. Ahí es donde se libra —y muchas veces se pierde— la batalla del sentido común.
Y eso explica por qué las mareas se apagan, por qué las manifestaciones no se traducen en votos, por qué las esperanzas se disuelven como pastillas efervescentes.
Lo que no nos enseñaron es que el empoderamiento necesita mantenimiento. Que hay que regarlo todos los días. Que si tú no le hablas, le habla la tele. Que si tú no sostienes el discurso, lo hará el cuñado. Que si no hay comunidad, habrá algoritmo.
No estamos perdiendo porque no sepamos luchar. Estamos perdiendo porque luchamos solo los domingos. Y el sistema pelea todos los días.
A esa mujer que un día gritó en la calle y al siguiente dudó en casa, no hay que reprocharle nada. Hay que invitarla de nuevo. Hablarle de nuevo. Escucharla de nuevo. Porque el feminismo, la justicia, la dignidad… no son ideas abstractas. Son lo que le pasa. Y lo que le sigue pasando cuando ya no queda nadie a su lado para decirle: «No estás sola. Esto también es política».