Ser andaluz es, en muchos contextos, una identidad condicionada. Condicionada por la caricatura, por la sospecha, por una historia de centralismo y desprecio que no se ha desactivado del todo con la democracia. En los márgenes del relato oficial sobre la diversidad del Estado español, ser andaluz sigue siendo, demasiado a menudo, estar en la sombra.
El estereotipo pesa. En lo laboral, en lo académico, en lo social. En cada una de esas esferas, existe una imagen prefabricada del andaluz que opera como una barrera invisible. Al andaluz —y más aún si tiene acento— se le exige el doble para ser tomado en serio. El chiste, la broma, el tópico de la gracia, del «no te lo tomes tan en serio», no son inocentes. Son herramientas de invalidación. No sólo reducen, también anulan.
En el ámbito laboral, la marca «andaluz» aún se asocia con una supuesta falta de profesionalidad o de rigor. Es frecuente escuchar —incluso en entornos progresistas o supuestamente sensibles a la diversidad— comentarios que relegan lo andaluz a lo pintoresco. El acento se corrige. Las referencias culturales se obvian. Lo andaluz es tolerado, pero no valorado. A menudo, se convierte en motivo de chiste en reuniones informales o entrevistas de trabajo: una forma elegante de racismo interior. Porque eso es lo que es: un racismo cultural, incrustado en lo cotidiano.
La universidad y la ciencia no son refugios. A pesar del talento y la producción intelectual de muchas andaluzas y andaluces, el sesgo es persistente. Los centros de poder académico, concentrados en Madrid y Barcelona, siguen viendo con condescendencia lo que viene de Andalucía. Investigadoras con acento andaluz han contado cómo se las presiona para «neutralizarlo» si quieren avanzar en su carrera. ¿Qué hay más político que un acento? ¿Qué más revelador de las jerarquías ocultas? El conocimiento no se mide en decibelios, pero parece que el respeto sí.
En lo social, la cosa no mejora. La televisión estatal ha sido, históricamente, una fábrica de estereotipos. Desde los programas de humor hasta los concursos de talento, el andaluz suele aparecer como gracioso, torpe, entrañable, pero nunca como protagonista de la razón o el conocimiento. El imaginario dominante nos coloca en la servidumbre emocional del Estado: somos los que alivian tensiones, los que bailan, los que cantan, los que hacen reír. Pero pocas veces somos quienes diseñan, piensan o dirigen.
Esta estructura simbólica tiene consecuencias materiales. Influye en las oportunidades, en los sueldos, en la movilidad. Una sociedad que sigue considerando a Andalucía como una periferia no solo geográfica, sino también cultural, está condenada a reproducir su desigualdad.
No es casualidad que la autoafirmación andaluza incomode. Las respuestas a cualquier reivindicación de soberanía cultural o política suelen estar cargadas de paternalismo: «ya estáis mejor que antes«, «qué más queréis», «pero si sois muy graciosos». Es la lógica del colonizador que disfraza su control con gestos amables. Se puede ser simpático y estar oprimido; se puede bailar y exigir justicia.
Frente a todo esto, urge desactivar los clichés. No desde la negación de la identidad, sino desde su resignificación. El problema no es el acento andaluz, es el clasismo que lo señala. No es el folclore, es el uso que se hace de él para negar otras dimensiones de la realidad andaluza. No es el humor, sino que se nos niegue el derecho a la seriedad.
Ser andaluz en la sombra es una forma de resistencia. Habitar el margen con conciencia política, con memoria, con orgullo. No para quedarnos ahí, sino para denunciar el lugar que se nos asigna y exigir uno nuevo, propio, luminoso. Porque ya va siendo hora de que ser andaluz no implique explicar ni justificar nada. Solo ser. Con dignidad.