La figura del «buen padre de familia» ha recorrido siglos de tradición jurídica. Nacida en el Derecho Romano como bonus paterfamilias, se refirió originalmente a un estándar de diligencia en la responsabilidad civil: el ciudadano prudente, cuidadoso en sus negocios. Sin embargo, su eco semántico pervive en disputas de custodia como la de Juana Rivas y Francesco Arcuri, donde choca brutalmente con una realidad: la voluntad firme de un niño de 11 años que se niega a vivir con su padre a pesar de una sentencia judicial que ordena su entrega. Este caso no es solo un drama familiar; es un espejo de cómo los sistemas legales ignoran que el derecho a decidir sobre la propia vida no es un atributo de la madurez, sino de la humanidad.
La Convención sobre los Derechos del Niño establece el derecho del menor a ser escuchado en todo procedimiento que le afecte. En el caso que comento esto se tradujo en un grito desgarrador del niño que expresó «terror» a volver con su padre, documentó presuntos malos tratos. ¿Dónde queda aquí el «buen padre»? No en quien insiste en ejercer un derecho de custodia a cualquier precio, sino en quien pregunta: ¿qué daño estoy causando? Un padre no tiene derecho a forzar el amor de su hijo, sino el deber de reconstruir el vínculo sin ningún tipo de violencia.
Los tribunales italianos y españoles han fallado reiteradamente a favor de la custodia paterna. Pero una sentencia, no es un fin, no es un mandato ciego cuando surgen evidencias de daño a un menor. El 22 de julio de 2025, Daniel fue sometido a tres horas de interrogatorio por una psicóloga forense mientras sufría ataques de pánico. La OMS y la UNICEF afirman que el interés superior del niño debe prevalecer sobre cualquier sentencia. Forzar reunificaciones sin evaluar riesgos es una forma de violencia institucional. Es el caso, pues el niño llevaba meses documentando presunta violencia física e insultos de su padre, respaldado por su hermano mayor, Gabriel, quien denunció «cinco años de abuso». Un buen padre —y un buen sistema judicial— escucha estas alertas, no las ahoga en formalismos. ¿Y la autoridad judicial, como queda, si su ejecución ignora estos hechos? La verdadera autoridad reside en la capacidad de rectificar cuando la protección del niño está en juego.
El 25 de julio, Daniel fue entregado a su padre en un fuerte operativo policial en Granada y escoltado «a toda velocidad» hacia Italia. La escena tiene poco que ver con la protección del niño. ¿Es «buen padre» quien necesita fuerzas de seguridad para hacerse con su hijo? La respuesta desde el punto de vista del buen padre de familia es clara: la coerción estatal nunca debe sustituir el consentimiento del niño cuando su integridad está en juego, sin embargo, la fuerza se usó para imponer una convivencia, no para protegerla.
En la actualidad ser un buen padre de familia implica despojarlo de su herencia patriarcal, habida cuenta que el derecho a la convivencia es del niño, no del progenitor. El niño no es un patrimonio y esa capacidad de entender lo que implica ser padre hoy en priorizar el bienestar emocional del hijo sobre el orgullo herido o el afán de victoria legal. Esto llevado al caso, significa que el buen padre habría decidido no llevar a su hijo a Italia, por otro lado, las autoridades deberían haber tomado medidas para garantizar la seguridad del menor y asegurar la intervención de un buen equipo psicológico independiente que garantice su seguridad, para después evaluar la mejor situación para el niño.
Daniel no necesita héroes. Necesita jueces que entiendan que sus sentencias no son piedras talladas, sino herramientas al servicio de la vida. Y un padre que asuma que ser «buen padre» no es ejercer derechos, sino cumplir deberes: el primero, no convertir al hijo en un botín de guerra. Suspender su entrega no habría debilitado a la justicia. La habría fortalecido al demostrar que la autoridad también emana del respeto a la dignidad humana.
En definitiva, Un buen padre de familia no pide al Estado que obligue a su hijo a quererle; le pide tiempo para merecerlo.