Uno aprende muchas cosas escuchando a judíos antisionistas como Pierre Stambul, que nos visitó hace poco en Dúrcal. Por ejemplo, que el propio concepto «semita» es discutible en su origen. Empezó a usarse a finales del siglo XVIII y hace referencia a los hijos de Sem, lo que incluiría tanto a árabes como a hebreos. Sem era hijo de Noé, o sea que los hijos de Sem son los nietos de Noé, sí, ese que salvó a todas las especies vivientes del planeta del diluvio universal embarcándolas junto a sus tres hijos, Sem incluido, en un arca donde mientras llovía y llovía debieron convivir en sorprendente armonía osos polares, camellos, panteras, jirafas, anacondas, caimanes, pirañas y alacranes, entre otras criaturas. Ocurre que fuera de la Biblia, donde además se nos dice que Sem nació cuando Noé contaba la provecta edad de 500 años, no hay documento histórico alguno que acredite la existencia del tal Sem. Todo esto no ha impedido que en universidades como la UGR haya departamentos de lenguas semíticas, responsables de la enseñanza y la investigación en lengua y literatura árabe y hebrea.
Si al dudoso, por ser prudentes, origen del término semita añadimos el hecho de que los judíos del mundo no descienden fundamentalmente de los habitantes de la antigua Judea que supuestamente se dispersaron por Europa y África hace 2000 años, sino de conversos (no hay más que poner juntos a un ashkenazi centroeuropeo y a un falasha etíope para rendirse a esa evidencia) tendríamos que llegar a la conclusión de que está infinitamente más acreditado el carácter «semita», si tal cosa existiera, de los palestinos (de las tres religiones del libro o de ninguna, que también los hay) que el de los judíos que desde que un tal Theodore Herzl se inventó el sionismo empezaron a llegar a lo que su libro de cabecera señalaba convenientemente como «tierra prometida» allá por el final del siglo XIX. Una tierra sin gente para un pueblo sin tierra, decía el lema de aquella colonización. Dos falsedades en la misma frase, y eso que es corta. La primera: a no ser que los palestinos no fueran humanos, cosa que como ya hemos visto corresponde a la visión de algún destacado miembro del gobierno israelí, a la vez que choca con la evidencia histórica y antropológica, allí había gente. Pero es que además, no existe un pueblo judío lo mismo que no existe un pueblo cristiano o un pueblo musulmán.
Según nos cuenta Stambul y otros historiadores, la gran mayoría de los judíos de la época de Herzl o de la declaración Balfour, incluido el único ministro judío del gobierno británico que la pergeñó, esa declaración que proponía la creación de «un hogar nacional judío» rechazaban tal proyecto por considerarlo precisamente «antisemita». Y lo veían así porque, frente a la ola de rechazo antijudío que recorría Europa, no aspiraban a otra cosa que a ser aceptados como judíos alemanes en Alemania, judíos franceses en Francia o judíos rusos en Rusia. Y, por tanto, creían que la idea de mandarlos a un «hogar nacional» implicaba negar que las naciones donde tenían sus casas desde generaciones que se perdían en la noche de los tiempos fueran su hogar.
En conclusión, el hecho de que el Congreso de EEUU, el gobierno israelí o la prensa sionista francesa, o la española que también la hay, considere antisemita a cualquiera que se oponga al genocidio que el estado de Israel perpetra contra los pobladores autóctonos del suelo colonizado por los sionistas, no es más que una enorme estupidez, fruto de una absoluta ignorancia histórica, aparte de una muestra de su infinita indigencia moral, la de todos ellos.
Y, desde luego, un honor para Ione Belarra.