En la España del siglo XXI, tan moderna como su red de AVE sin pasajeros y tan constitucional como su desprecio por las lenguas cooficiales, la política ha decidido convertirse, definitivamente, en un género dramático. Y no uno noble: no hablamos de tragedia griega ni de realismo galdosiano. Hablamos de esperpento puro, del que se mira en los espejos cóncavos del callejón del Gato y se regodea en su deformidad.
Esta semana, Isabel Díaz Ayuso decidió representar su particular versión de La vida es sueño, pero sin Calderón y con pinganillo. Acudió a la Conferencia de Presidentes con el arrojo de quien va a una batalla cultural y salió, teatralmente, cuando empezaron a hablar en catalán y euskera. Una gesticulación populista que ni Esperanza Aguirre en su etapa de cazafantasmas. Ayuso, gran actriz del nacionalismo madrileño —ese que no se llama nacionalismo, pero que huele igual—, no soporta que en su España se hable otra cosa que no sea español… o inglés de máster no cursado.
Pero no nos quedemos en la comedia centralista. El esperpento es coral. Mientras Ayuso convertía el Palau de Pedralbes en plató de El Club de la Comedia, en Madrid estallaba otra bomba teatral. Leire Díez, exmilitante del PSOE y ahora una especie de médium del Estado profundo, convocaba una rueda de prensa para denunciar supuestas cloacas con pruebas en un pendrive. A medio discurso, irrumpe Víctor de Aldama, empresario de la órbita Koldo, y monta el show: gritos, amenazas y un crescendo de esperpentismo que haría palidecer a Berlanga.
El PSOE, por su parte, se lava las manos como un Poncio Pilatos con máster de comunicación de crisis: dicen no haber visto el contenido del pendrive, como si no estuviera ya en los medios y camino de la Fiscalía. Y así seguimos: el país se incendia por dentro y los partidos se tapan los ojos, esperando que el fuego consuma primero al adversario.
Pero que nadie se crea que el esperpento es monopolio de la derecha cañí. Hay también una izquierda rancia, de esa que se envuelve en la tricolor para esconder su catalanofobia, que aplaude con las orejas cuando Ayuso abandona una reunión por no querer escuchar el catalán. Una izquierda que recita a Azaña mientras silencia a Companys, que cita a Machado, pero le revienta que la Generalitat lo homenajee. No es progresismo: es anticatalanismo con complejo de clase media ilustrada.
Lo que hay debajo de todo esto no es amor a la patria ni defensa de lo común. Es miedo, ignorancia y una puesta en escena miserable que busca aplauso fácil entre quienes confunden la pluralidad con la amenaza. Mientras tanto, los trenes no llegan, la vivienda es un lujo y la sanidad se desangra. Pero no importa: la obra continúa.
España, hoy, es un teatro de sombras donde los políticos actúan para su audiencia fiel. Un país con traducción simultánea en las conferencias y desconexión absoluta con la realidad. El público está cansado, pero nadie se atreve a apagar las luces.
Y lo peor: todavía quedan varios actos.
Muy buena reflexion