Olimpo.
Atenea da vueltas por sus aposentos con gesto grave. Se deja caer en una silla, resoplando. Su lechuza le hace caso por fin y le pregunta qué le pasa.
Ay, lechuza —dice Atenea. ¿Te acuerdas de Aracne, la tejedora? He bajado hace un rato porque estaba harta ya de oír alabanzas de la niña, y allí estaba ella con su labor. Me he puesto el disfraz de vieja y le he dicho: «Aracne, no vayas diciendo que tejes mejor que Atenea o se enfadará».
Y ella: «Que venga y me lo diga».
Y yo: «Pues toma, aquí estoy, vamos a hacer un tapiz las dos que se te va a quitar la chulería».
Nos ponemos y en la mitad de la mitad de tiempo que yo, había tejido un tapiz mucho mejor que el mío.
¿Cómo era el tapiz? —preguntó la lechuza. «¡Escenas de mi padre y mi tío encamándose con mortales! ¡Convertidos en bichos, como siempre! ¡Un asco! Y qué detalles, qué precisión. Mucho mejor su tapiz que el mío. Así que le he roto el tapiz, le he pegado un poco y al ver que se ahorcaba la he transformado en araña».
La lechuza mira los restos del tapiz.
Oye, Teni —dice. Esto está hecho con IA. «¿Con IA?». «Y tanto, mira las manos de Europa: una tiene dos dedos y la otra es un muñón».
Atenea estudia incrédula los restos de tapiz. La lechuza sigue: Atiende, ¿esta es Erígone? Se está comiendo unas uvas que parecen plastilina. Y los textos, observa el desastre. El tapiz tiene buen lejos, pero de cerca es más bien regulero.
«Ya decía yo que no tenía callo de coser» —apostilla Atenea más tranquila. Vamos, que me la ha colado.
Y la lechuza: «Te la ha colado».
Y Atenea, sosteniendo un retal: «Maldita sea su estampa».