Septiembre siempre llega como una promesa. Zapatos nuevos, libretas por estrenar, agendas limpias. La canción del anuncio de El Corte Inglés lo decía: «volver a empezar». Y parece mentira, pero hasta la política andaluza funciona igual: volvemos a la rutina, a las reuniones, a los cafés apresurados y a los grupos de Telegram que hierven de mensajes. La diferencia es que este septiembre no empieza con olor a libros, sino con olor a pólvora. Porque mientras algunas hemos aprovechado agosto para descansar, desconectar y cargar pilas, otras personas han dedicado el verano entero a afilar cuchillos y fabricar enemigos.
Porque mientras unos desempolvan agendas y vuelven con ganas de trabajar, otros han pasado el verano con el cuchillo entre los dientes, afilando rumores y estrategias de desgaste como si eso diera de comer a alguien. Y el problema no es que haya debate; ojalá hubiera más, y más honesto. El problema es que confundimos el debate con la carnicería. Lo vemos cada día: compañeras acosadas, insultos a plena luz, bulos fabricados a medida para que corran rápido. Y, a veces, incluso parece que no sabemos —o que no queremos— discutir sin destruirnos. Como si importara más ganar un hilo en X que construir algo real. Ya sabes: «que la realidad no te arruine un buen tuit».
Parece que no somos capaces de discutir sin destruirnos. Como si las redes fueran un patio de colegio donde el premio gordo es señalar quién es la «traidora del mes». Y mientras tanto, fuera de ese patio, la vida sigue: la sanidad colapsada, la vivienda disparada, la precariedad enquistada… pero, claro, eso no da tantos likes como la última bronca interna. Moreno Bonilla y compañía nos lo agradecen: cuanto más tiempo perdamos peleándonos, más fácil les resulta desmontar lo público sin que nadie les moleste.
Lo peor es que caemos en dinámicas que, si las miramos de frente, dan vergüenza. Nos llenamos la boca hablando de construir un proyecto para todas, pero al mismo tiempo decimos a la gente que se vaya, que se afilie a otro partido, que aquí «sobran». ¿En qué momento nos parecemos tanto al discurso que criticamos de «si no te gusta, vete a tu país»? Porque en Andalucía no sobra nadie. No sobran ideas, no sobra músculo, no sobra ilusión. Y cada vez que echamos a alguien, le hacemos un favor a la derecha.
No se trata de imponer nada, sino de proponer un camino, una alternativa que nace de abajo, de los pueblos, de la gente que está harta de que las promesas se queden en discursos. Puedes estar de acuerdo o no con el manifiesto, pero negar que es un paso es cerrar los ojos. Porque si nadie se mueve, si nadie se atreve, Andalucía seguirá exactamente donde está: al fondo de todas las estadísticas. Y ojo, que querer cambiar las cosas desde dentro no debería convertir a nadie en villano. Si lo único que conseguimos es que la gente que intenta dar un paso se lleve un disparo por la espalda, no es extraño que cada vez haya menos personas dispuestas a intentarlo.
Y ahí está la otra cara de la moneda. Mientras nosotros hacemos casting de enemigos internos, Moreno Bonilla y compañía avanzan sin freno, desmontando lo público pieza a pieza. Sanidad, vivienda, empleo, educación… los problemas reales siguen ahí, pero hemos conseguido lo imposible: que hablar de ellos parezca aburrido comparado con la última bronca interna. Hemos dejado que la estrategia de la derecha funcione mejor que sus propias políticas: nos tienen entretenidos peleando entre nosotras mientras ellos siguen cobrando el alquiler del cortijo.
Septiembre, en teoría, es tiempo de empezar de cero. De organizarse, de planificar, de dar pasos que no se quedan solo en discursos. Y no hablo de renunciar a las diferencias; hablo de decidir si esas diferencias nos dividen o nos empujan hacia adelante. Porque si seguimos desgastando a la gente que intenta dar un paso, lo único que vamos a conseguir es que nadie dé ninguno. Y ya sabemos cómo acaba eso: con los mismos de siempre gobernando para los de siempre, mientras el resto aplaudimos nuestra propia irrelevancia.
La política, si sirve para algo, es para mejorarle la vida a la gente. No para ganar discusiones en X, no para demostrar quién insulta más rápido, no para coleccionar enemigos internos. Tenemos la obligación de levantar la vista, de volver a hablar de lo que importa y de recordar que Andalucía necesita menos épica en los discursos y más pasos concretos en la calle, en las instituciones, en los barrios. Porque si la izquierda no es capaz de construir futuro, habrá quien lo haga por nosotros. Y no les va a temblar el pulso.