Hace meses nos horrorizamos con el caso de Giséle Pelicot. Su marido fue condenado por drogarla y permitir que más de cincuenta hombres la violaran a lo largo de veinte años, mientras ella estaba inconsciente. Un crimen sostenido en el silencio, la impunidad y, sobre todo, por una cultura que normaliza la violencia contra las mujeres.
Cuando conocimos los hechos, las mujeres, en general, reaccionamos con indignación y con rabia. Algunos hombres también lo hicieron, pero muchos, demasiados, gritaban: «No todos los hombres somos violadores». Hombre, claro que no. Pero es evidente que muchos lo han sido, y que demasiados han callado, minimizado o incluso justificado estas violencias.
La mayoría de los hombres no ha tenido que mirar detrás de sí, ni sienten el corazón acelerarse cada vez que van solos en la noche. No han tenido que medir sus palabras, su ropa, sus gestos por temor a una agresión. Y cuando las mujeres alzamos la voz, se nos tacha de exageradas, de radicales.
Leí una vez una metáfora sencilla pero reveladora. El patriarcado es como un hombre con la bota pisando en el cuello de una mujer. El feminismo es la mujer pidiendo que le quiten la bota. Los antifeministas creen que quitar la bota es discriminación contra los hombres, ya que nunca había habido problema con la bota hasta que la mujer empezó a quejarse. Los chicos «buenos» o «aliados» del feminismo, toman la queja sobre la bota como un ataque personal, ya que no todos los hombres usan botas para aplastar cuellos. Otras mujeres, condicionadas por el machismo aprendido e interiorizado, dicen que han nacido con la bota y que no la sienten y no comprenden por qué las otras mujeres, a las que sí daña la bota en el cuello, se están quejando.
Y así es como la bota sigue ahí, en el cuello de las mujeres. Las feministas no nos quejamos por no tener nosotras la bota. ¡No queremos la bota en el cuello de nadie! Y si a un hombre le aprieta el pie con esa bota, que se la quite de una vez. El machismo también le está oprimiendo a él.