La salud de una democracia no se mide solo en las urnas. Late con fuerza, o se debilita peligrosamente, en el corazón de su sistema de justicia. Un poder judicial fuerte, independiente y, sobre todo, profundamente comprometido con los valores democráticos, es el dique indispensable contra la arbitrariedad, el abuso de poder y la erosión de las libertades. Sin embargo, este pilar esencial se resquebraja cuando la judicatura se convierte en un campo de batalla político, repartido entre partidos como si de un botín se tratase. Es de especial relevancia acabar con este sistema anacrónico y construir una judicatura que refleje verdaderamente la soberanía popular: plural, representativa e independiente.
El peligro del actual modelo de «reparto» bipartidista (o multipartidista, pero siempre partidista) es evidente y múltiple. En primer lugar, mina la confianza ciudadana. Cuando la ciudadanía percibe —con razón— que los nombramientos de jueces, juezas y magistrados/as, especialmente en las altas instancias, responden a cuotas partidarias y no a mérito, experiencia o compromiso con el derecho, la credibilidad de las sentencias se desploma. ¿Cómo confiar en una justicia que parece predeterminada por el color político del juez que toque en suerte?
En segundo lugar, este sistema compromete la independencia judicial, valor sagrado en cualquier democracia que se precie como tal. Un/a juez nombrado/a por cuota partidaria puede sentir, consciente o inconscientemente, una deuda o una presión hacia quienes lo elevaron al cargo. Su lealtad debe ser exclusiva a la Constitución y a la ley, no a un partido o a sus líderes. La sombra de la sospecha sobre su imparcialidad es siempre perniciosa, pero cuando el origen del cargo es abiertamente político, esa sombra se alarga y oscurece todo el sistema.
En tercer lugar, el reparto partidista distorsiona la representación democrática de la soberanía popular. La sociedad es un mosaico rico y diverso de sensibilidades, experiencias y perspectivas. Un sistema de elección de jueces y juezas basado en pactos cupulares entre élites partidarias tiende a homogeneizar la judicatura, excluyendo de facto visiones jurídicas y sociales que no encajen en el estrecho marco de los partidos mayoritarios o dominantes en ese momento. ¿Dónde queda la pluralidad real de la sociedad en una sala de mármol donde todos los/as magistrados/as llegaron por el mismo canal político estrecho?
Es aquí donde cobra fuerza la necesidad de jueces y juezas que «creen» en la democracia. No basta con conocer la ley; es esencial comprender y defender su espíritu: la protección de los derechos fundamentales de la ciudadanía, sin distinción; el respeto al disenso; el control del poder ejecutivo y legislativo; la garantía de igualdad ante la ley. Una judicatura democrática es aquella que ve la ley no como un instrumento rígido, sino como el vehículo vivo para realizar los valores de justicia, libertad e igualdad que sustentan el pacto social.
¿Cómo construir esta judicatura independiente y representativa de la soberanía popular? La clave está en reformar radicalmente los sistemas de nombramiento. Debemos avanzar hacia modelos donde predomine el mérito y la capacidad probada, evaluados por órganos técnicos independientes con participación plural (no solo política, sino también de la sociedad civil y la propia carrera judicial). Estos órganos deben ser transparentes en sus criterios y procedimientos, y estar blindados contra la captura partidista. La búsqueda debe ser la pluralidad democrática real: que la judicatura acoja las diversas sensibilidades jurídicas existentes en la sociedad, garantizando que todas las voces ciudadanas puedan sentirse representadas en la interpretación de la ley, siempre dentro del marco constitucional.
Una democracia madura no teme a una judicatura fuerte e independiente; la necesita como el aire. Sí hay que recelar, en cambio, a una justicia politizada, desprestigiada y alejada del sentir plural de la ciudadanía a la que debe servir. Romper el sistema de reparto partidista no es un mero ajuste técnico; es una cuestión de supervivencia democrática. La democracia exige jueces y juezas nombrados por su excelencia y compromiso con el derecho y la democracia, no por su carnet o afinidad de partido. Solo así tendremos una justicia que sea verdaderamente el reflejo y el guardián de la soberanía popular en toda su diversidad. El futuro de nuestra convivencia democrática depende de ello.