En estos tiempos convulsos, Andalucía necesita más que nunca una representación política fuerte, digna y a la altura de su pueblo. Por eso celebro el espíritu del Manifiesto de Unidad en Andalucía, un documento que aterriza con claridad la urgencia de defender la vida frente a la lógica del mercado.
No es solo un grito de resistencia, sino una propuesta concreta que pone en el centro lo que realmente importa: el derecho a una vida digna. Habla de recuperar lo que es de todos —la sanidad, la educación, los cuidados, la vivienda— y de hacerlo con un proyecto valiente que use el lenguaje del pueblo, no el de los despachos. Un proyecto que no calle ante los poderosos, que diga lo que hay que decir.
El deterioro de lo público avanza. La vivienda se ha convertido en un privilegio. Los servicios sociales se ven arrasados. Las instituciones, demasiadas veces, se pliegan a los intereses de unos pocos. Frente a esto, la unidad aparece como una herramienta imprescindible. Pero conviene decirlo con claridad: unidad no significa mezclarlo todo sin criterio.
La unidad no puede convertirse en un fetiche. No basta con invocarla como si fuera un conjuro mágico. No es un fin en sí mismo ni una fórmula mágica para obtener votos. La unidad es una herramienta política, y como tal, exige inteligencia, generosidad, firmeza y límites claros.
No todas las alianzas valen, ni todos los compañeros de viaje aportan lo mismo. Hay fuerzas que no suman, y mantenerlas en nombre de una unidad abstracta solo serviría para hipotecar el esfuerzo colectivo. Al mismo tiempo, hay quienes deberán demostrar con hechos —no con gestos vacíos— si realmente quieren a Andalucía, si están dispuestos a implicarse de verdad en su transformación.
El Manifiesto es claro: plantea un proyecto de paz que le saque la tarjeta roja al gobierno del rearme y la guerra, que sueñe con una Andalucía sin bases, fuera de bloques militaristas que solo traen ruina. Quien de verdad quiera a Andalucía estará de acuerdo con esto, sin ambigüedades.
La falta de firmeza en estos asuntos no es una cuestión menor. No se trata de diferencias superficiales, sino de la coherencia necesaria para defender lo común. Una unidad que no sirva para blindar la vivienda, rescatar la sanidad o garantizar la atención a la dependencia no servirá de nada.
La unidad será útil si se convierte en ley, en presupuesto, en medidas concretas contra la precariedad y la especulación. Si se traduce en certezas: que ningún joven tenga que irse de su tierra, que los hospitales no estén colapsados, que educarse no sea un privilegio, que cuidar y ser cuidado no sea un lujo.
Por eso es fundamental distinguir entre quienes de verdad suman y quienes solo inflan el gesto. La historia enseña que las coaliciones demasiado amplias, sin un proyecto compartido y sin criterios claros, acaban diluyéndose o convirtiéndose en plataformas sin alma.
La unidad que necesitamos ha de ser exigente. No se trata de ocupar un espacio simbólico, sino de construir hegemonía. De hablar con la mayoría social desde el arraigo, con solvencia, con propuestas transformadoras y con la capacidad de sostener en el tiempo un rumbo claro.
No podemos conformarnos con proclamas ni con fuegos artificiales. La vida cotidiana exige soluciones. La gente no está esperando frases, está esperando respuestas. Frente al alquiler imposible, frente a la precariedad laboral, frente a los recortes que nunca se fueron.
Ese es el verdadero sentido de un proyecto común: poner nombre y salida a los problemas concretos que hoy amenazan la dignidad de miles de familias en Andalucía.
La Unidad, entendida con generosidad y firmeza, es la herramienta más valiosa que tenemos para hacerlo posible. Pero no todo cabe ni todo suma. La política que viene exige claridad: hay trayectorias que no deben ser incluidas no por sectarismo, sino por coherencia.
No toda diferencia es disenso fértil; algunas solo son oportunismo o ruido. La Unidad no es una puerta abierta al azar, sino un entramado de confianza, compromiso y responsabilidad mutua.
Si somos capaces de construirla con inteligencia, verdad y límites sanos, podremos convertir el malestar en fuerza transformadora y la esperanza en una política concreta que ponga a los de abajo en el centro.
Esa es la tarea, y es ahora.