Tengo útero, pero no hijos. Sin embargo, TikTok ha decidido otra cosa. Según su oráculo de la verdad algorítmica, soy madre soltera, limpiadora emocionalmente inestable y potencial compradora compulsiva de estropajos mágicos. Cada día me recomienda vídeos de bebés prematuros, cenas de tres euros, psicólogas que te hablan como si fueras un cachorrito triste y ofertas del Lidl. No sé si he consentido esto o si simplemente he dejado el móvil demasiado cerca de una conversación ajena sobre pañales. Lo cierto es que no hay vuelta atrás. Ya no soy yo. Ahora soy mi perfil fantasma: la mujer que el algoritmo necesita que sea para venderle cosas.
Y esto, que puede sonar a chiste, en realidad es una máquina de moldear identidades. Porque si algo tiene el algoritmo es que no se conforma con conocerte: te fabrica.
El algoritmo no te observa: te diseña
Nos han hecho creer que las plataformas nos «conocen», como si fuesen una especie de oráculo futurista que capta nuestra esencia. Mentira. Lo que hacen es construir un perfil de ti que les resulte rentable. Si eres mujer, prepárate: el combo género–edad–clase es el trifásico perfecto para convertirte en una categoría explotable.
Lo más inquietante no es que TikTok crea que tengo un bebé. Lo grave es que insiste. Aunque nunca le he dado like a nada de maternidad, aunque mis búsquedas van más por «Chantal Mouffe explica hegemonía» que por «nombres bonitos para niñas». Pero da igual. La inteligencia artificial ha detectado patrones (mi edad, mi género, mi localización, mis horas activas) y me ha metido en un embudo que ya tiene nombre: feminidad domesticada.
Y ojo, que esto no es un error. Es una estrategia. El algoritmo no busca acertar. Busca encajar. Y lo hace a martillazos.
Las categorías que nos encajan a la fuerza
Cuando digo que TikTok cree que soy madre, no hablo solo de vídeos de carritos de bebé. Hablo de todo un universo que intenta educarme para ser quien no soy:
- Frases motivacionales para mujeres cansadas («no estás sola»… aunque no haya dicho que lo esté).
- Recetas low cost con música de fondo melancólica.
- Consejos de limpieza, pero de los que se presentan como terapia: «limpia tu cocina y también tu ansiedad».
- Influencers que te enseñan a “gestionar la tristeza sin molestar a nadie”.
Es decir, un retrato de clase media baja, precarizada, asumidamente rota. Y sobre todo, sola.
Este tipo de contenido no responde a una necesidad previa, sino que la instala. El algoritmo no te pregunta cómo estás. Te lo dice.
Y si te lo dice todos los días, acabas creyéndolo.
Maternidad impuesta, culpa de saldo
Uno de los momentos más delirantes fue cuando me apareció un vídeo con el texto: «Mi bebé murió, pero tú todavía puedes salvar al tuyo. Sigue este canal para consejos de lactancia». Pasé del horror a la risa incómoda. Luego al enfado. Luego al miedo.
Porque hay algo profundamente violento en que una máquina te dé por madre y encima te diga que ya lo estás haciendo mal.
La maternidad, entendida como destino, no solo sigue viva: ha sido reempaquetada en vídeos verticales de 15 segundos, con música triste de piano.
Y el remate es que todo eso viene patrocinado por apps, productos de bebé, seguros de salud privados o cuentas de autoayuda que ofrecen «acompañamiento emocional».
No es contenido. Es conversión. Conversión en sentido comercial: transformar una categoría en una clienta.
La trampa emocional
Una amiga psicóloga me contaba hace poco que está recibiendo en consulta a chicas de 15 y 16 años que dicen tener “ansiedad crónica”, “apego evitativo” y “estrés postraumático”, cuando muchas veces lo que tienen es simplemente tristeza, enfado o frustración. Emociones legítimas que han sido rebautizadas con el lenguaje TikTok y tratadas como patologías vendibles.
El problema no es que se hable de salud mental. El problema es que se medicaliza la experiencia cotidiana, se empobrece el lenguaje emocional y se monetiza la angustia.
Porque claro, después de ese vídeo que te explica «por qué estás triste aunque todo vaya bien», te sale otro con una terapeuta que ofrece sesiones por Zoom a 20 euros. O una influencer que te recomienda un planner para ordenar tus emociones. O una campaña de Audible para escuchar libros de crecimiento personal.
Bienvenida a la economía del sufrimiento personalizado.
Spotify quiere que seas intensa
Esto no es exclusivo de TikTok. Spotify lleva años clasificando usuarios por «mood» (estado emocional, en inglés). Si usas la app siendo mujer entre 25 y 40, es probable que te ofrezca playlists con nombres como «domingo de bajón», «te mereces llorar» o «te amo, pero me amo más».
Esa selección no es casual. Es segmentación emocional.
¿Quieres llorar? Te ponemos a Lana del Rey. ¿Quieres sentirte poderosa? Rosalía. ¿Te han roto el corazón? Taylor Swift, pero versión acústica.
Y todo eso ocurre sin que tú hayas dicho cómo estás. Es el algoritmo quien lo deduce.
Spotify no te pone música: te acompaña emocionalmente para venderte identidad de marca. Y a veces, incluso productos relacionados (maquillaje, experiencias, seguros, sesiones de coaching).
YouTube y la economía del cuidado forzado
YouTube, mientras tanto, te ofrece vídeos de rutina: «lo que hago para sentirme mejor», «cómo ordeno mi vida», «una semana siendo la mejor versión de mí». Son vídeos largos, editados con mimo, donde mujeres que apenas pasan de los veinte explican cómo se reconstruyen tras una ruptura o cómo combaten la depresión lavando la ropa. El algoritmo premia esa vulnerabilidad estilizada.
No es solo una moda: es una nueva forma de productividad emocional. Sentirse mal pero ser útil. Estar triste pero estar presentable.
El problema es que todo eso pasa por una estética domesticada y por una promesa de mejora constante que, en el fondo, agota más que repara.
Instagram: belleza, madre y mártir
Y luego está Instagram, ese escaparate donde la madre ideal sigue viva, ahora en forma de milf minimalista. Mujeres que paren, cuidan, cocinan sano y tienen casa neutra sin juguetes por el suelo. La maternidad como performance estética.
Pero también hay otro perfil: el de la madre mártir. La que lo da todo y se queda sin nada. La que llora en el coche, graba su ansiedad en stories y se disculpa por no responder mensajes.
Ambos modelos, aunque opuestos, sirven para lo mismo: vender una identidad de mujer rota pero funcional, triste pero rentable.
¿Qué identidad nos están construyendo?
La gran pregunta es: ¿quién se beneficia de que tantas mujeres, incluso sin hijos, se sientan como si tuvieran que dar explicaciones, rendir cuidados, justificar su tristeza y limpiar su cocina como terapia?
La respuesta es triple:
- Plataformas que monetizan el tiempo de atención.
- Marcas que venden productos asociados a estados emocionales.
- Un sistema cultural que sigue esperando que las mujeres sean útiles, calladas y predecibles.
La identidad no se construye en vacío. Se cultiva desde fuera. Y cuando millones de mujeres reciben cada día los mismos estímulos, los mismos mensajes, los mismos arquetipos… eso deja huella.
¿Y si no fuera yo?
A mí me molesta, pero no me define. Me río, me quejo, escribo esta crónica. Tengo herramientas para defenderme. Pero ¿y si esto le pasa a una chica de 13 años que aún no sabe quién es? ¿O a una mujer que sí está sola, sí tiene un bebé, y empieza a pensar que la única forma de estar cuerda es limpiar la encimera con vinagre blanco mientras oye un podcast de autoestima?
Porque el algoritmo no es una tecnología neutra. Es un sistema que fabrica subjetividades, que estandariza el deseo y que coloniza lo íntimo.
TikTok no te dice lo que eres. Te dice lo que debes ser. Y además, te premia si te adaptas: más visualizaciones, más corazones, más validación.
Es como una versión digital de ese familiar que siempre te dice «tú lo que necesitas es un novio». Pero con millones de ojos, millones de euros y cero sentido del humor.
Epílogo: desobedecer lo predicho
No tengo una solución mágica. Pero sí tengo una certeza: esto hay que contarlo. Y también hay que actuar en consecuencia.
Porque mientras pensemos que «el algoritmo me conoce», estaremos aceptando sin resistencia que una empresa con sede en Pekín o en Silicon Valley nos convierta en una caricatura de nosotras mismas.
Hay que romper la cadena de predicción. Entrar, mirar, no quedarnos. Subvertir. Compartir contenido que rompa el molde. Apoyar cuentas que salten las reglas. Hablar de esto en los institutos, en los bares, en casa.
No se trata de demonizar la tecnología. Se trata de entender que no es inocente. Y de no dejar que su lógica sea la única que determine cómo nos percibimos.
Yo no soy madre. Ni estoy deprimida. Ni necesito consejos para doblar calcetines. Solo quería ver vídeos de patos, la verdad.
Y hoy, en cambio, he acabado escribiendo esto. Y tú, leyéndolo. Quizá eso también sea una forma de resistencia.