Eurovisión nació como un proyecto de paz. Un intento de unir a Europa tras la Segunda Guerra Mundial a través de la música, la cultura y la televisión. En 1956, cuando se celebró la primera edición, la idea era sencilla, pero potente: sentarse delante del televisor a compartir una noche común con los países vecinos, celebrar la diversidad cultural y demostrar que tras la guerra podía llegar la convivencia.
Hoy, casi setenta años después, ese espíritu suena a chiste. Eurovisión sigue siendo un fenómeno cultural, sí. Sigue reuniendo a millones de personas frente a la pantalla. Pero cada vez queda más claro que el festival sirve también como plataforma para blanquear, legitimar y ocultar. Que detrás del espectáculo hay política, poder y propaganda. Y que cuando alguien intenta recordarlo, es silenciado.
Este año, 2025, España volvió a presentarse al festival con una de esas artistas con historia: Melody. Una voz potente, con tablas, con discurso. Pero quedamos antepenúltimos. En el suelo. En las votaciones, en el ánimo. Lo que debía ser una actuación digna quedó eclipsado por todo lo que ocurrió fuera del escenario.
RTVE decidió emitir un mensaje breve pero claro, antes de una de las emisiones del certamen. Pantalla negra. Sin música. Sin imágenes. Solo palabras. Decía:
«Frente a los derechos humanos, el silencio no es una opción. Paz y Justicia para Palestina».

Eso fue todo. Y fue demasiado.
Israel protestó. La Unión Europea de Radiodifusión reprendió a RTVE. Se pidió que el mensaje no se repitiera y se eliminó de los canales oficiales. Porque claro, en Eurovisión puedes representar a un país acusado de genocidio por la Corte Internacional de Justicia, pero no puedes pedir paz. Eso ya es pasarse de la raya.
Y mientras, el debate en España se fue por otro lado. Como siempre. Que si nos han robado Eurovisión, que si el televoto es un cachondeo, que cómo puede ser que Israel subiera del puesto 15 al 2 de golpe. Que si uno solo nos votó. Que si la culpa es de los europeos que no nos entienden, que no nos valoran, que no nos quieren. Otros, directamente, culpan a RTVE: dicen que el mensaje fue inapropiado, que no era el lugar, que se ha politizado el festival. Como si lo que pasó fuera culpa de quienes piden justicia, y no de quienes bombardean hospitales.
Y aquí estamos, ya es miércoles, y todavía se habla de eso en los bares, en las redes, en las colas del supermercado. Las conversaciones siguen centradas en el «nos han robado», como si el verdadero robo no estuviera ocurriendo en otro lugar, a plena luz del día, con cadáveres en las calles.
Más de treinta personas murieron ese mismo sábado en Gaza mientras en Basilea se encendían luces y se ondeaban banderas. Murieron niños, mujeres, médicos, civiles, y Europa seguía cantando. Se gritaba «libertad» en un escenario que ya no es un puente, sino un muro. Uno que no deja pasar ni la conciencia ni la compasión.
Nos han querido robar algo más que el festival: nos han querido robar la voz. RTVE, una televisión pública que representa a la ciudadanía, intentó mostrar un gesto mínimo de humanidad, y fue censurada. El mensaje desapareció. Se nos dijo que eso no se podía hacer. Que mejor que nos callemos.
Y en ese silencio han sido cómplices también quienes siempre están tan preocupados por «lo nuestro». Los que se envuelven en banderas, los que se dan golpes en el pecho por la españolidad, los que dicen que «en mi país se habla como yo digo», los que se ofenden si un moro opina sobre nuestras tradiciones o nuestras mujeres, los que lloran todavía por los puntos que no le dieron a España en Eurovisión 2003. Hoy, esos, están callados. Porque no parece importarles que sea otro Estado el que nos imponga el voto, el que nos reprenda por opinar, el que nos diga lo que podemos o no podemos mostrar. Qué curioso: el patriotismo desaparece cuando el que te manda callar no lleva chilaba, sino corbata.
Pero claro, ¿quién es España para opinar si mantiene contratos millonarios de venta de armas con Israel? ¿Cómo vamos a hablar de paz cuando nuestros acuerdos comerciales apuntalan el conflicto? Es casi gracioso, si no fuera trágico: un país que vende armamento a un régimen acusado de crímenes de guerra, censurado por pedir justicia. «Una locura», claro, pedir paz para Palestina.
Eurovisión no es solo un concurso de canciones. Es una vitrina política. Es un escenario donde lo que no se dice también pesa. Este año ha quedado claro que la música no basta. Que el show no puede tapar el crimen. Que si no gritamos fuera, nos van a silenciar dentro. Y que mientras Europa baila, otros mueren.
Pero también ha quedado claro que hay una parte de la ciudadanía que no se calla. Que no se conforma. Que no quiere vivir en un continente donde la neutralidad es la forma más cobarde de violencia. Que entiende que la música también puede ser resistencia. Que no se traga que nos reprendan por decir «justicia». Que sabe que, aunque intenten callarnos, la dignidad no se negocia.
No nos han robado Eurovisión. Nos han querido robar la dignidad. Y esa, aunque la disfracen de espectáculo, no se vota. Se defiende.