Tras leer el título del artículo, se podría pensar que vamos a escribir sobre bomberos, personal de rescate marítimo o tal vez sobre pilotos de fórmula 1. Nada más lejos de nuestra intención: vamos a escribir sobre periodismo. Mejor dicho, sobre periodistas. Pero sobre periodistas honrados, de los que no cejan en su empeño por contar la verdad, de los que no se andan con rodeos ni con dobleces, de los que no hacen genuflexiones ni agachan la cabeza ante los poderosos. De esa rara avis que, de vez en cuando, aparecen en las pantallas de alguna televisión y que suelen durar menos que el suspiro de un gorrión.
No se puede generalizar y caer en el silogismo falso de que la mayoría de los periodistas se venden al mejor postor. Más bien es todo lo contrario. Hay que reconocer que, al igual que la mayoría de los políticos, la honradez y la ética es el distintivo común de la profesión. Lo que ocurre es que los que “controlan” los medios de (des)información, no dejan que salga a flote esa mayoría de profesionales que hacen de la verdad su bandera.
Por eso, cuando un buen periodista, o sea el común denominador, se enfrenta a un puesto de trabajo, tiene que elegir, en la mayoría de las ocasiones, entre ser consecuente con sus principios y verse condenado, en la mayoría de los casos, al ostracismo o a un segundo plano, o doblegarse a las imposiciones del «dueño» de turno y ganar dinero. Ese es uno de los problemas, tal vez el primero, que tiene que afrontar el profesional de la pluma y de la información.
El buen periodista, o sea, la mayoría insistimos, es, por tanto, un personaje perseverante, riguroso, serio y enormemente respetuoso, enfrentándose y buscando la verdad. El periodista común no miente ni permite que mienta el «poderoso» político o personaje famosillo de turno. A todos nos viene la imagen de ese politiquillo (tiene tan poca talla moral, ética y tan escasa preparación intelectual que no da para otro apelativo) al que una periodista le dijo que mentía, y le mantuvo que estaba mintiendo a pesar de la mirada amenazante y desvergonzada del político. Y la periodista, en este caso una mujer, mantuvo su postura porque se sabía respaldada por una documentación rigurosa y auténtica, fruto de su trabajo.
Continuando con la línea de las características del periodismo de verdad, se puede ver cómo, cuando ese/esa periodista habla, maneja una serie de datos, rigurosamente contrastados, fruto de su investigación. Cómo su línea editorial es seria y respetuosa, cómo una y otra vez la postura beligerante ante la mentira, el bulo, la infamia y las dobles medidas, es constante. Como, a pesar de poder hacerlo, no oculta sus ideas sociales o políticas. Se muestra tal como es, aun a riesgo de ser rechazado por la intolerancia de algunas capas de nuestra sociedad y, sobre todo, por algunos sectores políticos cuyo primer mandamiento es «o estás conmigo o estás contra mí». Es fundamentalmente porque estos periodistas valientes, la mayoría recalcamos, saben que sin democracia no hay información y que es sobre ellos, los profesionales del periodismo, sobre los que recae la dura tarea de informar en libertad.
Por eso, estos periodistas suponen un peligro para los que andan con dobleces, los que chapotean el fango, mienten echando sapos y están acostumbrados a caminar sobre el estiércol, y tratan de quitarlos de en medio, de retirar sus programas y de que sus lacayos (periodistas comprados), ocupen el espacio para seguir conservando sus privilegios.
A pesar del problema de ser consecuente con sus principios y de ser profesionales íntegros, los buenos periodistas son conscientes de que pueden ser represaliados por los que nunca han creído en la democracia. Pero ellos, los periodistas de verdad, continuarán siendo respetuosos con la democracia.
Ponga usted amigo lector, los nombres que quiera en la lista de periodistas a los que hay que respetar.