Hubo un tiempo en que los domingos eran un paréntesis.
Las tiendas cerraban, las calles se vaciaban y hasta el reloj parecía ir más despacio. No había notificaciones urgentes, ni reuniones pendientes, ni esa ansiedad de estar siempre produciendo algo. Solo el sonido del viento, el eco de una comida en familia, las calles del pueblo respirando en silencio.
Hoy, aunque muchos comercios siguen cerrando, los domingos ya no son un verdadero descanso. Supermercados de conveniencia, tiendas abiertas en horario reducido, el móvil encendido como si la semana no se acabara nunca. La urgencia ha invadido incluso ese día que antes era intocable. Los domingos han dejado de ser un refugio para convertirse en una prolongación encubierta del lunes.
De pequeña, los domingos eran largos. Tenían su propio ritmo: el de la visita a los abuelos, el paseo de media tarde, el rato de televisión en familia. Había cierta lentitud aceptada. Las horas parecían estirarse como un chicle, entre conversaciones que no llevaban a ningún sitio y silencios que tampoco incomodaban. Era un día de pausa genuina, en el que no importaba no hacer nada.
Ahora, sin embargo, los domingos pasan como un suspiro. Apenas los estamos empezando a saborear cuando ya se han escapado. Y con esa velocidad llega también otra sensación más difícil de nombrar: la ansiedad. La inquietud de saber que, inevitablemente, después del domingo llega el lunes. El regreso al estrés, a las obligaciones, a la agenda llena. El domingo ya no es un final apacible, sino un recordatorio inquietante de que lo que viene es la vorágine de la semana.
Ese fenómeno incluso tiene nombre: «la tristeza del domingo por la tarde» o «Sunday blues». Una mezcla de melancolía y angustia anticipatoria que cada vez más personas reconocen sentir. Tal vez sea porque hemos dejado de permitirnos parar de verdad. O tal vez porque la vida adulta, con sus cargas y su velocidad, nos roba la inocencia de disfrutar del tiempo como antes.
Los domingos de hoy son días de listas pendientes: comprar lo que falta para la semana, limpiar, organizar papeles, responder correos que no pudimos contestar. Las redes sociales siguen girando sin parar, los supermercados que abren atienden a quienes necesitan «aprovechar el domingo» para todo lo que no hubo tiempo de hacer de lunes a sábado. Hasta descansar se convierte en una tarea más de la lista.
Y para muchas mujeres, esa lista no solo existe, sino que pesa el doble.
El domingo, lejos de ser un día de descanso, se convierte en la trastienda de la semana: hacer comidas para los días laborables, lavar uniformes, adelantar tareas domésticas, cuadrar agendas familiares. La carga mental, esa mochila invisible que arrastramos sin descanso, se hace más evidente que nunca. Mientras otros desconectan o descansan, ellas calculan, organizan, prevén. Lo que para algunos es un día de pausa, para muchas es un día más de trabajo no reconocido.
Hasta la conciliación, esa palabra que suena tan bien en los discursos, acaba convertida en una tarea más del fin de semana. Algo que hay que encajar, planificar, empujar, como si fuera otra casilla del Excel doméstico. La desconexión no es igual para todos y todas.
El resultado es que nunca terminamos de desconectar. Ni siquiera cuando podríamos. Nos han enseñado que cada minuto debe ser productivo, útil, eficiente. Que incluso el ocio tiene que justificar su existencia con fotos, logros, resultados. Así que no es raro que lleguemos al domingo ya agotados, y que, en vez de encontrar refugio en él, solo encontremos un anticipo del estrés que nos espera.
Pero tal vez, y solo tal vez, no sea demasiado tarde para intentar recuperar algo de aquellos domingos lentos. No volver exactamente al pasado —porque los tiempos han cambiado y nosotros también—, sino rescatar la esencia: la posibilidad de parar sin culpa. De permitirnos un rato de paseo sin destino, un café sin prisas, un momento de mirar el cielo sin pensar en el reloj.
Descansar no es perder el tiempo. No hacer nada un domingo no es pereza: es salud. Es construir un espacio de calma en mitad de la inercia acelerada en la que vivimos. Es resistirse, aunque sea unas horas, a la lógica de la productividad constante.
Quizás los domingos tranquilos no se han perdido del todo. Quizás siguen ahí, esperando que recordemos cómo era vivir sin urgencia, aunque solo sea un día a la semana. Quizás recuperar ese tiempo pausado sea, hoy más que nunca, un pequeño acto de rebeldía.