Se entiende que los españoles, algunos, seamos tan xenófobos.
No debió ser plato de buen gusto para los primeros pobladores conocidos y documentados de nuestro país, los habitantes de Tartessos, de los que los Turdetanos, los más conocidos, con signos culturales propios (lengua y gramática, literatura, arquitectura y urbanismo, organización social y política, artes decorativas, joyería, conocimientos de medicina, fabricantes de prendas de lino…), tuvieron que ver cómo eran invadidos sucesivamente por los vendedores de quincalla fenicios, más tarde por los osados cartagineses, que fueron expulsados por los romanos para quedarse en estas tierras y aprovechar minerales, exquisiteces gastronómicas, de las que carecían en el Imperio, y usar nuestros terrenos para llenar de trigo los graneros de la Metrópolis. Los romanos fueron vencidos, varios siglos más tarde, por los visigodos fueron a su vez derrotados y sustituidos por los árabes que tuvieron la osadía de permanecer nada menos que ¡8 siglos en nuestros terruños!
También algunos de los «vecinos» intentaron quedarse con nuestras propiedades: franceses e ingleses se llegaron a pasear por nuestros campos y ciudades… ¡Se entiende que seamos xenófobos!
Por tener, hasta hemos tenido reyes a los que les entregamos gratuita y graciosamente el trono de España. Personajes venidos de Alemania, de Francia, de Italia ocuparon el trono hispano. Incluso uno de esos reyes, francés por más señas y antecesor de la dinastía actual que vive de nuestros presupuestos, vendió el trono al invasor Napoleón para que lo ocupara su hermano, hecho ignorado, o pasado por alto, por nuestra historia oficial.
Aunque parece que, según nuestros «cromosomas» históricos, tan sólo sentó mal a los futuros españoles, mucho españoles y muy español, la invasión de los moros. El resto de las invasiones las hemos llevado, lo lleva nuestra historia, con mucha tolerancia, incluso con orgullo, en algún caso.
Es un insulto que unos malditos moros, algo más de 8 000 invasores según parece, vinieron, llamados por un noble visigodo, para derrocar al rey y les gustó tanto el solar patrio, que decidieron quedarse 800 años. Hasta que fueron expulsados por nuestros gloriosos y muy católicos reyes Isabel y Fernando, «tanto monta, monta tanto». Si bien es cierto que no hay censo real, ni fiable, de esa expulsión del Reino de Granada, parece que fueron unas docenas los “moros” expulsados; el resto permaneció, según dicen las malas lenguas, en las Alpujarras y en las cuevas del Sacromonte. Pero sienta mal, muy mal, que unos sujetos venidos de fuera, se atrevan a permanecer en nuestras casas durante ochocientos años, casarse y formar familias en nuestros hogares, enseñarnos a cocinar, dejarnos una gastronomía exquisita compuesta de cientos de platos, dulces, turrones… Y, además, tener la osadía de dejarnos miles de tratados sobre astronomía, medicina, matemáticas, filosofía, agricultura… En honor de la verdad, hay que reconocer que esos 8 000 moros se fusionaron con los descendientes de los turdetanos, y las mezclas acumuladas, para formar una sociedad próspera, culta y avanzada envidiada por muchas cortes europeas y del resto del mundo conocido.
Pero volvamos a la «historia» oficial: eso de que los moros invasores nos dejaran más de 3 000 palabras, puede que en Andalucía sean casi el doble, que nuestra gramática sea muy similar a la de ellos, que estuvieran en nuestra tierra 800 años, nos dejaron cientos de nombres de ciudades, cientos de apellidos y nombres propios de personas, un rico catálogo gastronómico de platos, dulces, turrones y postres, técnicas de artesanía de la madera, de joyería, de construcción, decenas y decenas de topónimos de ríos, montañas, valles, accidentes geográficos… Una cultura, estudios científicos, formas de cultivar la tierra, frutas, tradiciones, costumbres, leyes, ropa, perfumes, condimentos… Todo eso, la verdad es que molesta mucho, sobre todo a los descendientes de incultos y crueles guerreros castellanos que, movidos por la envidia de sus terrenos áridos e improductivos, se movieron por sus deseos de conquistar tierras fértiles con el pretexto, sugerido por un Papa de Roma, de cristianizar y expulsar a los infieles y entraron en territorios ajenos sembrando la muerte y destrozando viviendas, escuelas, palacios, lugares de culto…
Pasemos por alto que nuestra bandera actual es la que tenía como pabellón privado un rey, que la cambió por la auténtica para que los barcos españoles se distinguieran para evitar el fuego amigo en las batallas; que nuestro himno nacional no tiene letra porque nos da vergüenza haber heredado el himno de una dictadura, que nos impuso una monarquía a su gusto, sin contar con los españoles, que nuestra entidad como país, nace en el siglo XVII, o sea hace unos 400 años…
Pero eso sí, como buenos patriotas, tenemos la obligación de defender con uñas y dientes el genuino y auténtico espíritu español, y algo irrenunciable de nuestra «cultura»: nuestras tradiciones católicas, apostólicas y romanas que, con tanta vehemencia, a sangre y fuego y con la complicidad de la jerarquía católica, nos impuso el último dictador, por cierto, un genocida con orden de captura en el resto de los países civilizados, razón por la que nunca se atrevió a salir de España.
PD: según últimas noticias, parece que los defensores de las «buenas costumbres» celebran el incendio de la Mezquita de Córdoba. Lo normal en personas civilizadas.