Melody ha cometido el mayor pecado que puede cometer una mujer en este país: pensar por su cuenta. No ha sido lo bastante rebelde para los unos ni lo bastante sumisa para los otros. No ha recitado el manifiesto correcto ni ha llorado en el plató indicado. Ni mártir ni vendida. Ni heroína ni títere. Simplemente, Melody. Y eso, en España, se paga.
La derecha la desprecia porque es una mujer andaluza que no encaja en su fantasía de folclórica, agradecida, apolítica y siempre sonriente. Y la izquierda la lincha porque no quiso ser su mascota de feria progresista en Eurovisión. No hizo el discurso que tocaba, no ondeó la bandera que tocaba, no dijo Palestina libre con el dramatismo institucional que exige la militancia de Twitter. Y eso, claro, la convierte automáticamente en sospechosa, cuando no en cómplice. La izquierda performativa no tolera la neutralidad: si no estás con ellos, estás con el Mal. Y si no haces política, eres una frívola. Pero si haces política sin permiso, eres una radical peligrosa. La doble moral no descansa, solo cambia de tono.
Y luego está RTVE, que prohibió a Melody pronunciarse sobre el genocidio en Gaza, mientras publicaba tuits solidarios desde su cuenta oficial. Qué cosas. A la artista se le exige neutralidad, al ente público, aplausos. Una suerte de esquizofrenia protocolaria donde la única que tiene que tragarse el sapo es la que canta. La hipocresía institucional vestida de purpurina.
Y no olvidemos a Broncano, el sumo sacerdote del sarcasmo ibérico, que se sintió traicionado porque Melody no quiso prestarse a su show. ¿Desde cuándo decir «no quiero ir» es un delito de lesa modernidad? Pero claro, cuando una mujer se permite marcar límites y decir que está cansada, la acusan de desagradecida. Aplausos si eres espontánea y dócil, escarnio si tienes criterio y agenda propia.
Mientras tanto, hordas de revolucionarios de salón tuitean desde el sofá que «el silencio de Melody también es violencia», como si fueran Sartre reencarnado con tarifa de datos. Los mismos que callan cuando despiden a su compañera precaria. Los mismos que nunca arriesgarían su curro por nada. Pero eso sí: exigen pureza ideológica a una cantante que sube a un escenario con la misma presión que un político en campaña.
Porque eso es lo que no se perdona: que Melody haya elegido no ser mártir de nadie. Que haya dicho: no quiero cerrarme puertas. Y eso molesta. Porque aquí se prefiere a quien se quema por causas ajenas, aunque después se le olvide el nombre. Los mismos que ahora la llaman tibia, dentro de tres meses estarán llamando oportunista a la próxima que sí se moje.
En fin, todos solos Melody. Porque tener principios propios y decir «hoy no juego a vuestro juego» es demasiado. Porque en este país no se tolera la autonomía si viene sin la camiseta del partido. Porque, por lo visto, una mujer no puede reservarse, cuidarse o decidir. Tiene que inmolarse. Pero con sonrisas y sin equivocarse, eso sí.
Y mientras tanto, los que la acusan de no tener discurso son los mismos que solo saben repetir consignas. Los que la llaman cobarde no conocen otra valentía que la del retuit. Y los que piden coherencia, lo hacen desde el anonimato, con contrato fijo y miedo a levantar la voz fuera del trending topic.
Melody ha sido coherente. Ha sido libre. Y eso, amigos míos, no se perdona.