Lo que está ocurriendo en Torre Pacheco (con el auge de la violencia, los discursos xenófobos legitimados desde las instituciones y el señalamiento de comunidades migrantes como chivo expiatorio de todos los males) no es una casualidad. Tampoco es únicamente consecuencia del ruido fascista de las derechas. Lo que vivimos es el resultado lógico y doloroso de siglos de construcción social, política y educativa de un imaginario nacional cimentado en el racismo estructural.
Hablar de Torre Pacheco, de Murcia o de Almería, es hablar del modelo de agricultura intensiva que se sostiene sobre la explotación de cuerpos migrados, despojados de derechos pero imprescindibles para mantener nuestras economías. Es hablar de una España que depende del trabajo migrante, pero al que desprecia, lo invisibiliza o directamente lo criminaliza. Y esto tiene raíces profundas.
La historia que no se cuenta: 800 años de olvido
Uno de los pilares del racismo institucional es el borrado histórico. España no ha hecho las paces con su pasado. Hemos olvidado (o nos han hecho olvidar) que durante más de ocho siglos, lo que hoy llamamos Andalucía fue parte del mundo árabe-islámico, en una experiencia histórica llamada Al-Ándalus que dejó una huella profunda en nuestra lengua, arquitectura, agricultura, ciencia, pensamiento y formas de convivencia. Pero en los libros de texto, Al-Ándalus se reduce a unas pocas líneas, tratadas como una anécdota incómoda entre la Época Romana y Reyes Católicos.
Se ha impuesto una narrativa de «Reconquista», como si ese pasado andalusí fuera una aberración a eliminar y no parte esencial de lo que somos. La idea de que España es, en esencia, cristiana y blanca, y que todo lo ajeno es una amenaza no es un fenómeno nuevo: es una construcción ideológica que se consolidó con el nacionalcatolicismo franquista, pero que ya venía gestándose desde la expulsión de la población morisca y judía en el siglo XV.
El mestizaje negado: todas somos mezcla
El racismo necesita ficciones. Y una de ellas es la idea de «pureza» étnica. Pero España, como Europa entera, es mestiza. En nuestros apellidos, en nuestro ADN, en nuestras costumbres y alimentos hay huellas de África, de América, del mundo árabe y del judaísmo. El flamenco no existiría sin la herencia gitana, árabe, sefardí y africana. Y, sin embargo, en las aulas se enseña una historia mutilada, una identidad homogénea, cerrada, aséptica. Como si la diversidad fuera un error y no nuestra mayor riqueza.
Incluso el término «raza», que hoy se utiliza con impunidad por muchos líderes políticos y tertulianos, es una invención del colonialismo europeo. No tiene base científica alguna. Surgió para justificar la esclavitud, la ocupación de territorios, la extracción de recursos y la deshumanización de pueblos enteros. Usar hoy la palabra «raza» para referirse a personas es perpetuar una lógica imperial y violenta. Lo que existen son culturas, etnias, lenguas, historias, pero no razas humanas. Solo una: la humana.
El fascismo ya no se esconde
Lo más alarmante del momento actual no es que exista odio: el odio ha estado siempre. Lo verdaderamente preocupante es que ya no da vergüenza. Que ahora se exhibe con orgullo. Que en vez de estar marginado en la opinión pública, el fascismo tiene espacio en los platós de televisión, en las instituciones y en los grupos de WhatsApp de nuestras familias. Y esto ocurre porque durante décadas no se educó en derechos humanos, ni en memoria histórica, ni en la verdad incómoda del colonialismo español y europeo. Porque no se combatió el racismo estructural desde su raíz: la educación, los medios y las políticas públicas.
Torre Pacheco no es una excepción. Es un síntoma. Y si no queremos que se extienda, tenemos que enfrentarnos de forma honesta a nuestra historia. Reconocer que España fue imperio, sí, pero también lo fueron las resistencias. Que fuimos colonizadores, pero también mestizaje. Que sin Al-Ándalus, sin las culturas africanas, sin América Latina, España no sería lo que es.
No es momento de silencio. Es momento de pedagogía, de memoria, de desobediencia civil contra el odio. Porque el racismo no es solo una actitud. Es una estructura. Y hay que desmantelarla, pieza a pieza.