En los grandes teatros, el público a veces aplaude al decorado. No por admiración, sino porque ha olvidado que existe algo más allá del escenario. A eso hemos llegado: a describir el esperpento con brillantez, pero sin la más mínima voluntad de incendiar el decorado. Nos hemos resignado a vivir entre bambalinas, criticando a los actores mientras la función se perpetúa.
Leí hace unos días el artículo de mi buen amigo Mario Cebrián titulado Esperpentos Ibéricos, que disecciona con agudeza la teatralidad de nuestra política: Ayuso y sus sainetes, el PSOE haciendo malabares con pendrives, la izquierda que cita a Machado y olvida a Companys. Y es cierto todo eso. Pero es tan cierto como, creo, insuficiente. Y como el pensamiento es la casa del disenso, y el disenso la casa del debate, os cuento porqué creo que es insuficiente.
Lo es porque el problema no es que el país parezca una tragicomedia. El problema es que ya nadie quiere escribir otra obra. Ni siquiera soñar con ella. Se observa el esperpento con distancia estética, como si bastara con constatar la decadencia. Como si decir «esto es un teatro de sombras» fuera una forma de resistencia. Y no lo es.
Nos están robando la capacidad de imaginar. El deseo de transformación ha sido sustituido por el comentario brillante. El pensamiento crítico ha sido domesticado hasta convertirse en columna. Y lo más peligroso: estamos empezando a creer que lo máximo a lo que podemos aspirar es a un sarcasmo bien armado.
Pero no. No basta con describir el fuego. Hay que buscar la salida. Hay que prender otra chispa.
Porque si el público está cansado, no se apagan las luces. Se levanta uno, camina hasta el escenario y lo transforma.
Y desde ahí, desde ese escenario, comienza a eliminar el desvanecimiento o cómo se apagó la izquierda mientras creíamos que lo que caía que era lluvia
El origen del desvanecimiento
La extinción del pensamiento como política pública
«Instruíos, porque necesitaremos toda nuestra inteligencia. Agitaos, porque necesitaremos todo nuestro entusiasmo. Organizaos, porque necesitaremos toda nuestra fuerza»
— Antonio Gramsci
Durante décadas, la educación pública se sostuvo como un bastión de humanidad y conflicto. En sus aulas aún resonaban preguntas incómodas: ¿qué es justo?, ¿quién decide?, ¿a quién sirve el poder? Había filosofía, ética, historia crítica, literatura comparada. No se trataba de formar empleados, sino personas. Sujetos que se pensaran a sí mismos en relación con los demás.
Hoy, tras ocho leyes educativas que han priorizado lo funcional sobre lo emancipador, lo que queda es una escuela dócil. Trilingüe, digital y evaluada por estándares que premian la obediencia. Se han eliminado las asignaturas donde se pensaba —donde se discutía sobre el bien común, la dignidad, el conflicto, la memoria— y se han sustituido por competencias instrumentales que entrenan para un mercado, no para una sociedad.
«Los verdaderos analfabetos de hoy son los que no saben leer el lenguaje del poder» decía Pier Paolo Pasolini. Y así nos educan: en la ceguera cómoda, en el desconocimiento rentable. La ignorancia ya no es una carencia, es un activo del sistema. Si no sabes cómo funciona el poder, no lo cuestionas. Si no sabes de dónde viene la desigualdad, la naturalizas. Si no te enseñan que puedes transformar la realidad, aprenderás a adaptarte a ella como un insecto a su celda.
Mientras tanto, las élites no han renunciado al pensamiento. Al contrario: lo han blindado. En sus colegios no se ha eliminado la filosofía, ni la historia, ni el análisis político. Se cultiva el debate, la retórica, la estrategia. A sus hijos no se les educa para rendir cuentas, sino para dar órdenes. La fractura educativa no es de presupuesto, sino de propósito: al pueblo, funcionalidad. A las élites, poder.
Glosaba Miguel Hernández: «Tristes guerras si no es amor la empresa. Tristes, tristes» Y es triste. Triste porque la guerra no se libra con fusiles, sino con ausencias: la ausencia de preguntas, de comunidad, de utopía. Triste porque la educación ha sido el caballo de Troya del neoliberalismo. Ha entrado vestida de innovación y ha salido llevándose por delante el alma colectiva. Triste, sí, porque la izquierda no supo o no quiso resistir. Y al perder la escuela, perdió su semillero.
El sujeto neoliberal
Del ciudadano al usuario: anatomía de una derrota
«Una economía ética ya no es una utopía, sino una necesidad práctica» grita Christian Felber, pero nadie escucha. Porque el sistema ha logrado convertir la economía en religión, y a sus dogmas no se les discute. Todo se mide por su rentabilidad. Incluso la educación. Incluso la vida. Y lo rentable es moldear individuos eficientes, hiperproductivos, emocionalmente disociados, que consumen todo y no exigen nada. El sujeto neoliberal es el más sofisticado experimento de dominación: cree que es libre porque tiene mil productos donde elegir, aunque no pueda decidir nada sobre su entorno.
Jean Tirole, nobel de Economía por el concepto de la Economía del Bien Común le apostilla: «El ciudadano informado es el contrapeso más importante al poder», pero el ciudadano ha sido sustituido por el usuario, y el usuario no vota con conciencia, sino con clics. No se organiza, se suscribe. No lucha, comparte memes. La izquierda, frente a este nuevo sujeto, se desdibujó. En vez de combatir la lógica individualista, intentó adaptarse. Se mimetizó. Redujo su discurso a una gestión amable del capitalismo. Abandonó el conflicto. Perdió el alma.
La ultraderecha, en cambio, leyó mejor el escenario. Mientras la izquierda se obsesionaba con no incomodar, ellos ofrecieron sentido de pertenencia. Falso, reaccionario, identitario… pero sentido al fin y al cabo. Apelaron al dolor, a la desafección, al vacío. Y construyeron un enemigo común: el feminismo, los migrantes, los pobres organizados. Donde la izquierda dudaba, ellos gritaban. Donde la izquierda cuidaba el lenguaje, ellos ofrecían vísceras.
Y desde el pasado, nos interpela Dolores Ibárruri, La Pasionaria, en uno de sus más encendidos discursos: «Más vale morir de pie que vivir de rodillas». La izquierda institucional —salvo honrosas excepciones— ha optado por vivir de rodillas. Ha aceptado los marcos de la derecha, ha renunciado a sus raíces obreras, ha vaciado de contenido su palabra «progreso». Y lo ha hecho, muchas veces, en nombre de la moderación, de la gobernabilidad, del consenso. Pero no se puede consensuar con quien quiere destruirte. No se negocia el alma.
El simulacro del presente
Cuando el futuro dejó de existir
«Nos quieren convencer de que vivimos en una sociedad sin clases. Es la mentira más grande del siglo» dijo Pier Paolo Pasolini, y esa mentira ha sido vendida con éxito. El discurso hegemónico nos repite que todos tenemos las mismas oportunidades, que si te esfuerzas, llegarás. Mientras tanto, la movilidad social se desploma, la pobreza se hereda, y el privilegio se blinda. Pero nadie quiere mirar. Porque mirar es doloroso. Porque mirar exige tomar partido. Y el confort del simulacro es demasiado tentador.
Hoy ya no se sueña. No porque se haya perdido la capacidad, sino porque se ha amputado el deseo. La utopía ha sido ridiculizada, marginada, arrinconada como si fuera una patología infantil. Desear un mundo sin hambre, sin guerras, sin desigualdad es cosa de ingenuos. De perdedores. De nostálgicos. Se nos dice que no hay alternativa. Que esto es lo que hay. Y lo repetimos como mantras, mientras firmamos los términos y condiciones de nuestra servidumbre.
«Nos enfrentamos no solo a una crisis ecológica, sino a una crisis narrativa» Naomi Klein
Exacto. No solo estamos destruyendo el planeta, sino la capacidad de imaginar otra cosa. Se ha roto el relato. Se ha privatizado incluso el horizonte. Y sin relatos compartidos, sin épica, sin esperanza… no hay lucha posible. Solo cinismo, sarcasmo y consumo. Todo lo demás es de frikis.
Y cuando la violencia llega —porque nunca se fue, solo se sofisticó— ya no es un látigo, sino un dron. No hay sangre en la chaqueta del político. Hay estadísticas. Hay víctimas pixeladas en directo. Gaza, Ucrania, Sudán… tragedias empaquetadas como contenido viral, listas para ser olvidadas en cuanto llegue un nuevo escándalo de TikTok. La muerte ya no indigna, entretiene.
No todo está muerto
Lo que no ha muerto del todo
«Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Pero hay quienes luchan toda la vida: esos son los imprescindibles» — Bertolt Brecht
Aún queda algo. En cada barrio donde se organiza una red de cuidados. En cada periódico que dice lo que no se quiere escuchar. En cada adolescente que se hace preguntas incómodas. En cada persona que decide no reírle las gracias al fascista de turno. Ahí, aún, hay brasas. Y con brasas se encienden fuegos.
La izquierda no puede ser solo nostalgia ni gestión. Debe recuperar su razón de ser: transformar el mundo, no sobrevivir dentro de él. Y eso implica volver a lo común, al conflicto, a la calle, al cuerpo, a la palabra. Implica volver a querer. Porque lo que se ha desvanecido no es solo una ideología: es la capacidad de creer que otra cosa era posible.
Y quizás lo siga siendo: «La propaganda es a la democracia lo que la porra es al Estado totalitario», Noam Chomsky.
Hacia una nueva insurrección del pensamiento
Nada de esto se resolverá con gestión, ni con frases bien hiladas, ni con una épica vacía. Lo que urge es una insurrección del pensamiento: una revuelta intelectual y colectiva que vuelva a situar lo posible más allá del margen de lo permitido. Reaprender a pensar sin permiso. A imaginar sin miedo. A construir sin pedir audiencia.
La tarea es descomunal, pero empieza en lo cotidiano: en el aula que recupera la filosofía, en el sindicato que se reapropia del barrio, en el artista que deja de decorar la derrota y vuelve a incomodar, en el medio que no negocia sus principios por métricas. Porque no hay cambio sin relato, y no hay relato sin sujetos dispuestos a vivirlo.
Quizás el teatro siga ahí. Pero ahora, tal vez, seamos nosotros quienes escribamos la próxima obra.