Mientras mi tripulación se muere de frío en el espacio, ayudo a mi pareja a instalar nuevos packs de muebles para su casita en Los Sims 4. En una pantalla: oxígeno que se agota, heridas abiertas, decisiones que pueden acabar con una civilización en pañales. En la otra: sofás art déco, alfombras circulares y una discusión con el juego sobre si la estantería de libros combina o no con el papel pintado.
No es una metáfora. Es exactamente lo que ocurrió anoche.
Esta es la vida en 2025: dos pantallas, dos mundos, dos formas de jugar —y probablemente, dos formas de soportar la realidad. Mientras yo trataba de salvar una nave espacial de la despresurización total en Space Haven, en la pantalla contigua gestionaba por control remoto la instalación masiva de contenido personalizado en un ordenador ajeno. En la práctica, yo también era un Sim: un hombre multitarea que solo quiere que la cocina tenga sentido, ya sea en una colonia interestelar o en una casa de Willow Creek.
La pantalla como espejo
Me quedé pensando en eso. Porque uno no sobrevive ni decora por casualidad. Uno juega lo que necesita jugar. Hay quien juega para escapar. Hay quien juega para controlar. Y luego estamos quienes jugamos para entender.
A mí me gustan los juegos donde la civilización pende de un hilo. Donde no basta con dar clic, sino que hay que entender a la gente, a los sistemas, a las catástrofes. Me gusta diseñar estructuras de supervivencia, no porque quiera jugar a ser Dios, sino porque llevo demasiados años preguntándome cómo sobrevivimos sin que todo se venga abajo. RimWorld, Oxygen Not Included, Kenshi, Space Haven, Terra Invicta. Juegos donde el tiempo no es un contador, sino una trampa.
Pero también entiendo —y valoro— lo que ocurre en la otra pantalla. Ahí no hay amenazas. Hay paz. Hay belleza. Hay orden. En Sims, nadie muere si olvidas pagar la factura de la luz. Puedes construir un refugio emocional, rediseñar el salón, probar qué tal quedarían esos ventanales industriales que viste en Instagram. Y si algo no encaja, puedes desinstalarlo. O rehacerlo todo.
¿Cuántas veces hemos querido hacer eso en la vida real?
Una doble jugada social
Lo que descubrí, sin querer, es que jugar no es solo entretenerse. Es revelarse. Porque en esa danza entre el caos espacial y la serenidad doméstica, estábamos ensayando dos formas de estar en el mundo. Dos maneras de gestionar el dolor, la ansiedad, la incertidumbre. Yo me lanzo a resolver sistemas imposibles. Ella crea lugares seguros.
Ambos, al final, tratamos de cuidar algo. Aunque lo llamemos distinto.
Y ahí está la clave. Jugar es político. Lo que simulamos nos define más de lo que creemos. No es lo mismo jugar a gobernar un planeta, que a gestionar la armonía de una cocina. Pero ambas cosas tienen valor. Y peso. Y riesgo. Porque nos dicen qué sentimos que nos falta, qué tememos que ocurra o qué necesitamos que alguien —aunque sea un avatar— logre por nosotros.
Jugar como síntoma
Quizás, lo que más me perturbó (y me fascinó) de esa noche doble, fue la naturalidad con la que alternábamos entre un mundo que se derrumba y otro que se embellece. Como si hubiésemos asumido que así funciona ya la vida: entre el colapso y la cortina nueva, entre la gestión del miedo y el ejercicio del deseo.
Y si eso es cierto —si hemos convertido nuestra relación con el mundo en una doble pantalla constante—, entonces quizás no estamos tan perdidos. Porque jugar, incluso sin saberlo, es también un acto de resistencia. Un ensayo para algo más grande. Una forma de elegir, aunque sea en un entorno controlado, qué merece ser salvado.
Aunque a veces, lo que salvamos, sea simplemente la forma en que elegimos mirar nuestro espacio.