El 28 de mayo de 2023 terminó la carrera. Llevábamos meses corriendo sin aliento: reuniones en salones prestados, pegadas de carteles hasta las tantas, jornadas maratonianas de reparto de folletos, comidas saltadas, nervios compartidos y ese miedo escénico que solo entiende quien se expone ante su gente. La campaña fue agotadora, ilusionante, profundamente humana. Pero ese domingo, con los ojos pegados a las urnas, se cerró una etapa. Y, sin apenas darnos cuenta, empezó otra.
Desde entonces han pasado dos años. Dos años intensos, a veces agotadores, otras profundamente gratificantes. Dos años en los que la concejalía ha sido todo: aprendizaje, responsabilidad, orgullo, frustración, entrega, dudas. He pasado noches sin dormir revisando presupuestos, he negociado con personas que piensan radicalmente diferente a mí, he respondido a quejas vecinales, a felicitaciones inesperadas, a silencios incómodos. He vivido mociones llenas de emoción y también plenos en los que he tenido que tragarme la rabia.
Estar en política siendo mujer —y siendo feminista— tiene su propio coste. A veces no es explícito, pero siempre está. Cuando opinas te cuestionan, cuando lideras te miden, cuando defiendes te etiquetan. La institución no está hecha para nosotras, y se nota. A veces te das cuenta de que no basta con ocupar el sitio: hay que discutir su forma, sus códigos, sus ritmos. Hay que hacer hueco para otras maneras de hacer política, más cuidadas, más valientes, más comprometidas con lo común y no con el cálculo. Y eso, en un entorno que muchas veces se mueve por inercias, es profundamente incómodo.
No estamos en el gobierno, y eso lo cambia todo. No decidimos los presupuestos, ni tenemos capacidad ejecutiva, ni firmamos decretos. Pero eso no significa que no estemos. La oposición también construye. También propone. También incomoda. Desde la minoría, desde lo que a veces parece la esquina del salón, nos toca vigilar, denunciar, impulsar y tender puentes. Nos toca estar donde no quieren que estemos: preguntando, señalando contradicciones, insistiendo en lo que otros prefieren dejar pasar. A veces parece que el ruido se impone, pero ahí seguimos. Porque la política también se hace desde los márgenes.

Y no, no todo ha sido institucional o administrativo. Hay una violencia que no sale en los plenos, pero que marca cada paso. El acoso de la ultraderecha ha sido constante. Desde pintadas hasta insultos, pasando por la presencia asfixiante de grupos como Núcleo Nacional, una escisión de Amanecer Dorado que ha intentado instalar en nuestro pueblo un discurso de odio, miedo y exclusión. Nos han vigilado, han mentido sobre nosotras, nos han señalado. Pero seguimos aquí. Porque si algo hemos aprendido es que al fascismo no se le responde con miedo: se le enfrenta con firmeza, con organización y con política. Y si están tan empeñados en intentar callarnos, será que algo estamos haciendo bien.
Entre todo eso, hay momentos que salvan cualquier desgaste. Y las bodas son uno de ellos. Oficiar bodas es, sin duda, lo más bonito que se puede hacer siendo concejala. Porque todo en la concejalía —o al menos todo lo que debería ser— es un acto de amor, pero en las bodas ese amor se vuelve literal. Firmas un papel, sí, pero en realidad estás bendiciendo un proyecto de vida compartido. Y en esos instantes, en los que el amor se hace público y la institución lo reconoce, entiendes por qué estás aquí.
He aprendido que la política municipal no tiene glamour. No es de focos ni de frases brillantes. Es de basura que no se recoge, de caminos que se arreglan, de gente que te para por la calle para decirte que gracias o que vaya tela. Es una política con los pies en el suelo, y por eso duele y transforma tanto. La municipal es la política de lo concreto, del día a día, de las cosas que sí se pueden cambiar. Y también es la más humana, porque nos pone frente a frente con las personas, con sus problemas reales y con sus afectos.
Hoy se cumplen dos años de aquel 28 de mayo. Aquel día acabó todo lo que habíamos planeado. Y empezó algo mucho más difícil, más real y más hermoso: hacer política desde la oposición, con conciencia, con humanidad, con errores y con intención. Si algo me ha enseñado este tiempo es que la política no es solo técnica ni gestión: es vínculo. Es decisión. Y, sobre todo, es entrega.
Y sí, es también una forma de feminismo. Feminismo es decir no cuando quieren que calles, es alzar la voz aunque tiemble, es sostener a tu equipo, a tus compañeras y a ti misma. Es politizar los cuidados y cuidar la política. Es preguntarte cada día para quién haces esto y si lo estás haciendo bien. Y es saber que incluso cuando parece que no avanzas, tu presencia ya está haciendo hueco para las que vienen.
Seguiré aquí mientras siga creyendo que merece la pena. Porque hay muchas formas de amar un pueblo, y esta —la de intentar mejorarlo incluso sin tener el poder, solo la voz— es la mía.
Y si me preguntan si ha valido la pena, si volvería a hacerlo, si lo repetiría sabiendo lo que sé ahora, la respuesta es sí. Porque a pesar del cansancio, de los sinsabores y de todo lo que aún queda por hacer, estoy convencida de una cosa: con nosotros, mejor. No como consigna, sino como certeza. Como forma de estar. Como promesa que seguimos intentando cumplir cada día.