Decimos que los cuidados son políticos, que son el centro de la vida, que sin ellos no hay revolución. Pero cuando toca cuidarnos de verdad, la izquierda saca la bandera y se va a la mani. No porque no sepa cuidar, sino porque no quiere. Porque cuidar no luce. Cuidar es cansado, repetitivo, no da para un tuit brillante ni para una frase en un mitin. Cuidar no se premia ni se aplaude. Por eso muchos prefieren hablar de cuidados que practicarlos.
En la izquierda hay una impostura permanente con el tema de los cuidados. Es un discurso vacío que sirve para sentirse más moral que el contrario, pero que pocas veces se traduce en práctica real. ¿Cuántos compañeros políticos saben cuidar? ¿Cuántos están dispuestos a asumir la carga cuando alguien del colectivo cae, cuando una compa necesita parar, cuando hay que poner el cuerpo para sostener a otra? Pocos. Muy pocos.
Y luego están los culturetas. Esa izquierda ilustrada que se llena la boca de ternura, de amor, de deconstrucción. Los que firman tribunas sobre lo frágil, sobre la importancia de cuidarnos, de construir redes. Los que escriben en su columna que hay que mirarse con más delicadeza pero que no saben ni fregar un plato en su casa. Los que te hablan de poetas feministas mientras eluden el trabajo emocional, los que solo saben cuidar desde el teclado pero no desde el cuerpo.
Y por supuesto, los tipos que se dicen feministas. Esos que en la asamblea siempre ceden la palabra, pero nunca la carga. Y que además creen que con eso basta. Que ceder la palabra ya es síntoma de escucha, como si escuchar fuera solo callar para que hables. Como si no supiéramos, ya que muchas veces no nos escuchan: solo esperan su turno.
Que recitan teoría feminista, pero no saben lo que es organizar una vida cotidiana sin que otra lo haga por ellos. El feminista que en la práctica desaparece cuando hace falta sostener. El que deconstruye su masculinidad, pero no recoge los cachos de las que se caen a su alrededor.
Pero no son solo los hombres. En el feminismo también he visto a muchas compañeras llenarse la boca con la sororidad, con la importancia de cuidarnos entre todas, con la necesidad de redes… para luego ser las primeras en cuestionar a otra, en poner en duda su capacidad, en reducirla al «está donde está porque se acuesta con fulanito». He visto a feministas teóricas replicar los mismos mecanismos machistas que decíamos combatir. La traición también se disfraza de discurso progresista.
Los cuidados son políticos, sí. Pero también son sucios, aburridos, pesados. No siempre son bellos. No siempre son emocionantes. Y por eso no interesan tanto. Porque cuidar es agachar la cabeza, es repetir lo mismo cada día, es llegar el último a la reunión porque había que recoger al peque, es no escribir el post revolucionario porque había que escuchar a la amiga que está mal. Cuidar no da likes.
Y cuidar no es solo lo que hacemos con los nuestros. Cuidar también es un posicionamiento. La izquierda, esa que dice que cuida, es la que gobierna para quien no le vota. Para quien la desprecia. Para quien, si pudiera, la haría desaparecer. Y a veces, cuidamos tanto que se nos olvida quiénes somos. Que la mirada que nos devuelve la familia, el barrio, la calle, no siempre es una mirada de vuelta. A veces es un «no eres de los nuestros», un «te has convertido en la rara, la roja, la prescindible».
No sé si a alguien más le pasa, pero a veces me siento roja igual que quien no fuma porque toda la vida aguantó el tabaco en casa. Como quien rechaza el ruido porque de niña el estrépito era el pan de cada día. Una especie de reacción inversa a lo que has visto, a lo que has respirado, a lo que te ha dolido. Por eso soy roja, porque vi el desprecio, el clasismo, el racismo en boca de quienes se suponía que eran los míos. Porque si algún día me cayera, si me pasara algo, si me agreden, ya sé que no sería en su nombre en el que me defenderían.
Hace poco, en una conversación familiar de esas que no planeas, pero que te recuerdan por qué no vas a comer con ellos los domingos, me di cuenta de que hay cosas que no tienen vuelta atrás. Que la violencia no solo es cosa de extraños. Que el odio se mete en las casas con la misma facilidad que entra el sonido de la tele. Que a veces, en tu propia sangre, descubres que no te cuidarían. Que si algo te pasara, estarías sola porque hace tiempo que te pusieron fuera sin decirlo.
Y ahí es donde los cuidados también se vuelven políticos. Porque cuidar no es neutral. Porque decidir a quién cuidas también es una forma de decir quién eres. Y la izquierda, si quiere seguir presumiendo de cuidados, tendrá que dejar de cuidar siempre a los mismos. A los que odian, a los que pisotean, a los que nunca van a sostener nada que no sea su propio ego.
Por eso, cuando me hablan de cuidados en política, lo primero que hago es mirar quién está fregando el suelo mientras los demás teorizan. Porque ahí está la revolución que sí merece la pena.