«Antes los niños jugaban en la calle». «Antes la gente leía más». «Antes las plazas estaban llenas». Vivimos rodeados de frases como estas, de conversaciones que idealizan el pasado mientras dejamos escapar el presente sin apenas mirarlo. La nostalgia se ha convertido en discurso, pero pocas veces en acción. Porque defender la cultura, el conocimiento, los espacios compartidos, no es sólo recordarlos: es habitarlos.
Ahí están las bibliotecas. En muchos pueblos y barrios siguen abiertas, siguen esperando. Pero se vacían. Las salas llenas de gente mayor, las actividades culturales pensadas para los mismos de siempre, los libros acumulando polvo en estanterías mientras fuera, nos quejamos de que «la juventud no lee». Quizá habría que preguntarse dónde está la gente joven. Qué les ofrecemos. Cómo hemos dejado que se rompa el vínculo entre los espacios culturales y quienes deberían llenarlos de vida.
Y ojo, no es que la gente no lea. Leer se sigue leyendo. Pero quizás también es momento de hablar de qué leemos, de cómo consumimos contenido, de la velocidad con la que saltamos de un libro a un vídeo, de un pódcast a un post. No se trata de ser elitistas ni de mirar por encima del hombro. Se trata de preguntarnos si ese bombardeo constante nos permite disfrutar de la cultura o sólo consumirla a toda prisa. Si lo que leemos, escuchamos o vemos, nos hace pensar, nos remueve, nos conecta. O si simplemente ocupa un hueco más en la lista de tareas.
Mientras tanto, librerías como Verbo cierran sus puertas. La que estaba en el antiguo Teatro Imperial de calle Sierpes, ese espacio que durante años fue punto de encuentro, de descubrimiento, de refugio cultural, desapareció en silencio. Y sí, hubo proyectos maravillosos como Espacio Caótica, que apostaron por una cultura distinta, accesible, vívida. Pero incluso esos espacios, tan necesarios, no sobrevivieron. Los números no daban, los alquileres subían, y al final también se apagaron las luces.
También es cierto que el acceso a la cultura sigue teniendo barreras. Que no siempre es fácil llegar a esos espacios si no has crecido cerca de ellos, si no te los han mostrado, si no sientes que también son tuyos. La cultura tiene que ser cálida, cercana, diversa. Y para eso, hace falta que se llenen los espacios, que se mezclen las edades, que la gente joven encuentre su lugar, su voz y sus preguntas dentro de las bibliotecas, las librerías, los centros culturales.
Y habría que hablar también de lo que se programa, de lo que se elige poner en las estanterías. Recuerdo que en la biblioteca de mi pueblo se priorizó meter un libro de una famosa presentadora de televisión frente a otros autores menos conocidos, pero con propuestas literarias más valientes o necesarias. No es cuestión de despreciar lo popular, pero quizás deberíamos preguntarnos si estamos usando los espacios públicos para acercar a la gente al saber o sólo para reproducir lo que ya se vende en los escaparates de las grandes superficies.
Decimos que defendemos la cultura, que nos duele ver cómo cierran librerías, cómo se abandonan centros cívicos, cómo las bibliotecas envejecen. Pero muchas veces defendemos esa cultura desde el sofá, desde la queja cómoda, desde la nostalgia. Y la nostalgia, sola, no llena bibliotecas. No sostiene librerías. No mantiene abiertos los espacios donde crecemos como personas, donde debatimos, donde nos encontramos.
No todo tiempo pasado fue mejor. Y el futuro, si queremos que lo sea, hay que construirlo también desde ahí: ocupando los espacios, defendiendo los proyectos culturales pequeños y valientes, llevando a la gente joven a descubrir que una biblioteca no es un museo, que una librería no es sólo un escaparate bonito para Instagram. Que leer, escuchar, compartir cultura puede ser también un acto de rebeldía.
Quizás se trata de eso: menos nostalgia y más acción. Más llenar y menos recordar. Porque los espacios están ahí. Porque la cultura sigue esperando. Porque si no somos nosotros, ¿quién?