Los presidentes no suelen ser rescatados por la coherencia, sino por la fortuna. Y pocas veces como esta ha sido tan evidente. Pedro Sánchez acudió a la Cumbre de la OTAN en Washington entre dos fuegos: por un lado, el compromiso militar europeo de llegar al 2% del PIB en gasto en Defensa –una exigencia cada vez menos simbólica y más tangible–; por otro, la mochila ideológica de una parte de su electorado, que ve en las botas, las balas y los blindados una traición a la retórica de la paz y los pueblos.
Y, sin embargo, ocurrió el milagro: Donald Trump abrió la boca.
Y todo se desdibujó.
La historia es tan absurda como verosímil. España firma, como el resto, la hoja de ruta hacia el 2,5% del PIB militar, ese «5%» simbólico cuando se suma el gasto comprometido a futuro, las capacidades logísticas y el rearme indirecto que exige el nuevo orden de hierro. Pero mientras Sánchez regresa con el acuerdo bajo el brazo, Trump –ese rugido disfrazado de presidente– decide que Europa no pone lo suficiente, que si vuelve a la Casa Blanca no protegerá a los países que «no paguen »lo acordado. Que Alemania, que España, que todos, están por debajo de lo que deben.
Y es entonces cuando Sánchez, que ha hecho exactamente lo que Trump critica, parece el antagonista necesario.
Porque en el teatro de la geopolítica, no importa tanto lo que se firma, sino quién te señala y cómo. Y Trump, en su habitual desparpajo, regala a Sánchez el mejor de los disfraces: el del líder que se planta, que no se pliega del todo, que firma lo justo pero no se arrastra.
España no pasará del 2,1%, dijo el presidente, en un gesto que sabe teatral y táctico. No lo dijo antes de la firma, ni en los pasillos de Bruselas, sino justo después del estallido de Trump. Es decir, cuando podía sonar a moderación, no a insumisión; a distancia estratégica, no a desafío interno.
Así, el presidente socialista –que ha duplicado el gasto militar desde 2018, que ha convertido Defensa en una política de Estado con menos debates que una partida de ajedrez a puerta cerrada– aparece como el heredero sensato frente al emperador desnudo de América. Trump dispara y Sánchez se agazapa, pero el eco de la bala lo sitúa en el lado opuesto. La imagen es perfecta: ni militarista ni cobarde, ni sumiso ni temerario. Gracias, Donald.
Pero no nos engañemos. El compromiso firmado es real. El rearme es una hoja de Excel que se traduce en contratos, fábricas y estrategias de interoperabilidad. El humo no es el 2,1% anunciado, sino la apariencia de que con eso basta.
Lo que Trump ha hecho no es desacreditar a Sánchez, sino proveerle de una coartada emocional. Ha convertido al presidente español en un actor secundario con dignidad en el drama de la OTAN, cuando en realidad ha sido parte del acuerdo como los demás. La incontinencia verbal de Trump no desnuda a Sánchez: le viste con un traje prestado que no se ha ganado, pero que le sienta bien ante su público.
Así, mientras los tanques se compran, los drones se ensamblan y los cursos de combate se multiplican en las bases andaluzas, el relato se aleja de la letra pequeña y se instala en el terreno simbólico. España no sube el gasto por miedo a Putin, sino por culpa de Trump. No rearma por convicción, sino por necesidad. No rompe con la tradición pacifista, sino que la adapta.
Pedro Sánchez, experto en sobrevivir a sus propias contradicciones, ha encontrado en Trump el chivo expiatorio perfecto.
No ha ganado una batalla ideológica, ha perdido una, pero ha conseguido que parezca lo contrario.
Y en estos tiempos de simulacro y relato, eso basta.