No, quizás no fuera el mejor padre del mundo, pero era mi padre. Creo que todos tenemos una parte negativa y una positiva, aun cuando pensamos que todo lo hacemos bien.
En el fondo sabemos cuando fallamos, pero nos es muy difícil reconocerlo.
Hoy, que el daño interno es tan profundo, escribo estás líneas, improvisadas más bien, haciendo un viaje interior doloroso, un viaje donde caminaba con mi padre por las calles del centro de Sevilla, ciudad que lo vio nacer, que lo vio morir y que siempre hablaba.
Cada vez que pasábamos por la Calle Tinte, nos decía que ahí, en esos adoquines que hacen difícil su transitar, empezó a caminar él. Amaba Sevilla, amaba su historia.
De espíritu luchador fue haciéndose un interior duro.
Las casitas bajas del Polígono de San Pablo hizo que tuviera un carácter guerrero. En más de una pelea, alguna por defender a su hermano, se había ensalzado moviendo con aspavientos sus brazos a la espera de encajar algún golpe a alguna que otra mandíbula o estómago.
Más tarde, el ministro de la vivienda franquista, Utrera Molina, haría entrega de las llaves de unos pisos que habían construido, a escasos metros de esas casitas, llamadas bajas, con más de 10 000 viviendas. Hasta el mismísimo Franco vino a ser entrega de las llaves a los beneficiarios, fotógrafos previamente esperando. Y es que, tanto antes como ahora, le gustaba mucho ser fotografiados a nuestros dirigentes.
En la calle Minuto, del Barrio B, terminó su infancia y empezó su adolescencia, viviendo con sus padres, hermano y su tío, peluquero de profesión, de esos que usaban navaja enteriza y te dejaban el cuello más irritado que el corazón de un adolescente al acabar el verano.
Son tantas las fotografías que conservaba de su vida allí que solo puedo estar feliz porque él así lo estuvo. No son pocas las experiencias contadas de su época adolescente.
Veraneos donde se ve sonriente con su hermano, pelucas imitando a algún personaje del programa de Narciso Ibáñez Serrador, más conocido como Chicho, el 1, 2, 3…
Toda una vida de la que guardaba ricos recuerdos.
Cada vez que íbamos a su casa sacaba las fotografías a mi esposa, y le contaba cosas sobre ellas. Esas imágenes, recuerdos congelados en una lámina de papel, era una vivencia clara cada vez que se ponía a contarla con ese brillo en los ojos que deja los sentimientos más profundos.
A el le gustaba salir fotografiado, y sobre todo, guardaba fotografías de sus nietos en su teléfono móvil. Quizás no pudo demostrar el amor tan grande que les tenía a casa nieto, pero yo sé que lo tenía.
Su vida transcurrió tranquila, como a él le gustaba estar, y en el fondo como a mí me gusta estar. Esos de los genes es uno de los misterios que más me están llamando a atención estos días.
Se metió a estudiar electricidad en la antigua Universidad Laboral, de arquitectura del régimen, con su torre y todo. Lo que hoy es la Universidad Pablo de Olavide, sería su centro de enseñanza, enseñanza que no acabó, pero que siempre que podía sacaba el tema.
Su hermano sí que pudo acabar sus estudios, y en cada ocasión que tenía lo comentaba feliz. Quería a su hermano, aunque como mencioné antes, era como una caja fuerte donde guardaba sentimientos y rara vez abría la puerta para demostrarlo.
Él siempre se vanagloriaba de saber electricidad, y más de un desastre hizo con algún electrodoméstico.
Hoy son risas recordando esos momentos, donde por ejemplo, abría el horno para arreglarlo y solo conseguía que fuera tirado al contenedor, garantía de por medio. Todo lo que abría tenía las horas contadas.
Él siempre mantuvo un amor a las Fuerzas Armadas, y guardaba muy gratos recuerdos de su época de instrucción militar obligatoria, la famosa mili, en la base área de Morón de la Frontera. Cuando a mí me dio por alistarme en su día se enorgullecía de que su hijo fuese militar y me daba consejos sobre la vida castrense.
En 1983 se casó y al poco nací yo, su primer hijo de cuatro. En la fotografía de su boda se le nota sonriente, junto a mi madre, su cuñada Ana, mi tía materna, que ahora estará con él hablando, y su hermano.
Mi infancia la recuerdo tierna y disciplinada en cierta medida. Teníamos un trato exquisito con mis abuelos paternos, maternos, así como mis tíos.
Por causas que no llegué nunca a entender hubo un distanciamiento.
En muchas familias ocurren ese tipo de cosas que odiamos, pero que luego vemos en seriales turcos por la televisión.
Hay gente que incluso parece nutrirse de ellos, cuando la realidad es que el rencor solo hace empobrecer nuestra alma y pudrir nuestro interior.
De los recuerdos de mi infancia guardo muchísimos…
Mi padre nos llevaba a la playa, al parque de María Luisa… Son tantos recuerdos que sería imposible enumerarlos en un mero artículo, además que no quiero aburrir al lector que lea estás líneas.
Soy de los que creen que todo en la vida es una enseñanza perpetua hasta que nos vamos de este mundo…
Aquí, si me tengo que llevar un replanteamiento, sería el vivir la vida plena, sin rencillas, orgullos o egoísmos que no llevan a nada. Cuando te das cuenta estás en una cama de hospital, en el mejor de los casos, viendo cómo tus horas se consumen hasta irte entre lágrimas.
Él se sentía orgulloso de mí, muy a su manera.
Recuerdo cuando me alisté y a todo el mundo le decía que si hijo era militar.
Quizás jamás leyó nada mío, ningún libro, ningún artículo, o ningún relato, pero sé que él se sentía orgulloso de ello.
Con este artículo no pretendo hacer unas coplas como hizo Jorge Manrique a su difunto padre en su día, sino más bien hacer un alegato a qué el ser humano nace para ser amado, pero también para amar, para abrazar o ser abrazado y escuchado. Hasta los hielos más fríos necesitan algo de calor para seguir viviendo…
Él se fue en paz con todos. Los que estuvimos allí nos pudimos despedir de él, cerrando viejas heridas que no dejaban de sangrar poniendo tímidas vendas por el paso de los años, vendas que ya daban vergüenza mirar de lo amarillas que se estaban poniendo…
En películas y libros de ciencia ficción nos hablan de máquinas en el tiempo donde ir a una época en concreto. Si tuviera una volvería al pasado, a hablar con él, a abrazarle, a ir por esas calles de la mano o parándonos a tomar un «refrigerio» como él le gustaba decir.
Con lo fácil que es dar un beso o un abrazo ahora, y lo complicado que lo hacemos los seres humanos.
No tenemos bastantes con las guerras que asolan el planeta como encima hacer nosotros una guerra más cercana, una en la que aguardamos callados en nuestra trinchera, sin salir de ella, pero atacando de vez en cuando, no con armas, sino con prejuicios o silencios.
No soy nadie para dar consejos, pero os diría, si tenéis un amigo, familiar o conocido, al que le guardéis cariño o amor, pero que estáis enemistados, mandéis un mero mensaje, un audio, o vayáis a su casa, para sentirlo, para abrazarlos, para darles ese beso que quizás cuando lo queráis dar sea demasiado tarde.
Yo me pude despedir de mi padre gracias a un consejo que siempre guardaré en mi corazón, pero me temo que tendré esa espina, eternamente clavada en el corazón, de que lo hice algo tarde. Fue darle el beso para abandonar esta vida a los cinco minutos que mis labios tocaron su frente.
Si encontráis el Delorean de la saga de películas sobre viajes en el tiempo, que la que hablo muy a menudo en estos artículos, decídmelo, que pago la carrera hasta un destino especial.
Mientras tanto, sigo pasando un duelo que nace desde dentro, pero llevándome como dije antes, el mayor de los aprendizajes que jamás un padre puede dar a sus hijos. El de vivir este paso de la mejor de las maneras posibles, no dejando para más tarde promesas incumplidas o brazos abiertos esperando abrazar.
