Andalucía se desangra por sus márgenes. Mientras se inauguran estaciones, tranvías y megaproyectos que prometen futuro, 4.410 km de carreteras secundarias (el 42% de la red autonómica) se desmoronan en silencio. No es una crisis repentina: es una decadencia mantenida y legitimada por la indiferencia institucional. La red vial muestra grietas que no son solo físicas: son fallos estructurales de planificación confirmados por el Tribunal de Cuentas: «Andalucía incumple sistemáticamente sus planes de conservación vial desde 2015». Cada cartel «firme en mal estado» no es una señal de tráfico: es una confesión pública de abandono calculado.
A mediodía, el calor liquida los contornos del horizonte entre olivares. Pero bajo las ruedas, la A-306 —una de las 15 vías autonómicas con deterioro «crítico» según la Junta— rompe la armonía con un tac-tac-tac. Es el pulso de la desidia presupuestaria: solo el 15% del gasto vial andaluz se destina a mantenimiento, frente al 85% para nuevas infraestructuras (Cámara de Comercio de Sevilla, 2024). Andalucía es la 2ª peor región española en carreteras secundarias (Ministerio de Transportes, 2024). El desgaste incrementa un 30% los costes logísticos para empresas rurales (ATMC). 7 de cada 10 municipios <5.000 habitantes pierden población por falta de conectividad (INE).
No se trata de un descuido puntual. Hay una cartografía del abandono. El 42% de las vías autonómicas en Andalucía muestra heridas abiertas: fisuras, peladuras, calvas que ni los parches más recientes logran cubrir. No son cifras: son kilómetros de desgaste acumulado. Cada uno es un fallo prolongado, una decisión pospuesta, una cicatriz sin sutura.
La señalización se ha convertido en una forma de administración estética del deterioro. Los carteles amarillos que alertan de «firme en mal estado» se suceden como banderas en una procesión fúnebre. Advierten, pero no protegen. No hay voluntad de curar, solo de eximirse. Bajo esa lógica, el cartel sustituye al ingeniero. El lenguaje sustituye a la acción.
El paso del tiempo queda atrapado en el firme. Por ejemplo, los tramos desgastados ya no se reconocen como fallos: se han naturalizado. En la A-92, el asfalto se deshace en placas como costras. Las reparaciones son efímeras porque el interés lo es: España invierte 12 €/habitante/año en mantenimiento vial; la UE, 45 € (Eurostat). Andalucía está 34 puntos bajo la media española (Asociación Española de la Carretera). Las reparaciones son efímeras: capas de alquitrán que se van con la primera lluvia, con el primer invierno. Todo remiendo es temporal porque también lo es el interés con que se aplica.
No hay que buscar desastres: basta mirar. Las carreteras secundarias de Andalucía muestran una erosión física que se refleja en la movilidad, en la logística, en la economía misma. No son solo grietas. Son demoras. Son rutas que encogen el mapa. Carreteras que reducen las posibilidades de las zonas interiores. Un territorio queda limitado no por su extensión, sino por la calidad de sus accesos.
Los datos lo confirman, pero las carreteras lo cuentan mejor. En la N-432, el asfalto obliga a conducir con el cuerpo en tensión, como quien sortea trampas. La superficie obliga a reducir velocidad donde no hay motivos geográficos. El deterioro impone su propia ley: cambia los ritmos, las prioridades y hasta las decisiones estratégicas. La movilidad se vuelve inestable. La seguridad, frágil. La conducción, un ejercicio de resistencia.
Se invoca el clima como explicación. Se habla de lluvias intensas, de olas de calor, de lo inesperado. Pero lo cierto es que las recomendaciones técnicas llevaban años sobre la mesa. El mantenimiento preventivo no es ciencia oculta: es planificación. Es cuatro veces más barato que una intervención completa. Lo que cuesta no es actuar, sino dejar que el problema crezca hasta hacerse irreversible.
El paisaje no se queja, pero ofrece señales. En las zonas más altas del Altiplano granadino, la tierra brota desde las grietas del asfalto como si intentara recuperar lo que se le quitó. La carretera se convierte en terreno ambiguo, donde no se sabe si predomina la ingeniería o la entropía. Los márgenes están invadidos por maleza. Las cunetas ya no recogen aguas: las desbordan.
Hay una paradoja dolorosa. Andalucía, tierra que heredó la ingeniería de Roma, que desarrolló redes de caminos en tiempos califales, hoy asiste al desmoronamiento de su red vial secundaria. No por falta de conocimiento. No por imposibilidad técnica. Por decisión. Por inercia presupuestaria. Por una inversión pública que favorece el espectáculo frente a la estructura.
El contraste es obsceno. Se destinan millones a infraestructuras de alto impacto simbólico mientras se deja morir lo que sostiene la vida diaria: las vías rurales, los accesos comarcales, las conexiones que no salen en las fotos, pero que definen la existencia cotidiana de cientos de municipios. No es olvido. Es desvío de mirada.
Cuando cae la tarde, la luz baja convierte cada grieta en una sombra alargada. Esas grietas no están solo en el suelo. Están en la confianza, en el vínculo que une al territorio con quienes lo gestionan. Las carreteras son arterias. Y Andalucía lleva años sufriendo micro infartos en su red vial sin que nadie acuda a intervenir.
Lo que no se cuida, se descompone. Y lo que se descompone, termina por perderse. Andalucía está dejando que sus caminos se pudran por los bordes.
«La misma tierra que un día trazó calzadas para un imperio ahora ve cómo sus caminos se deshacen en polvo».
Y cuando el polvo rojo sube desde un socavón, no es solo tierra que se agita. Es la advertencia de un territorio que se agrieta donde más se lo ignora.
Xavier Pardell Peña