Hay veces en que una chaqueta se deshilacha por un botón suelto. Nadie lo ve venir: todo parecía estar en su sitio, los bolsillos llenos de razones, la tela resistente al tiempo. Pero un día, sin saber muy bien por qué, algo cede. Y lo que parecía menor se vuelve síntoma.
La vida —esa que no cabe en los balances ni en las proclamas— ocurre a ras de suelo. En los bordes del día, en la factura que no cuadra, en la vecina que empaqueta su vida porque su edificio cambió de dueño, en la niña que no llega al comedor porque la beca no sale. Ahí, en ese ruido menudo, en esa hebra suelta, es donde hoy se juega la política.
No es que el gran telón de fondo haya dejado de importar. Al contrario: sigue siendo el armazón. Sin él, no hay escenario. Pero si no se pisa el suelo donde se representa la obra, si no se atiende al paso concreto de quienes la habitan, el decorado se convierte en cartón piedra. Las ideas grandes necesitan de manos pequeñas que las sostengan. Sin lo cercano, lo común no se construye.
Hay una épica en lo minúsculo que hemos olvidado. Y, sin embargo, son esas pequeñas causas las que hoy mantienen el ardor, las que encienden asambleas, convocan concentraciones, sostienen pancartas. Lo urgente se volvió íntimo, y lo íntimo no es silencio: es grito sostenido, es tejido que no se deja arrancar.
Si una propuesta quiere hacerse carne, no puede hablar solo en los registros solemnes. Tiene que saber decir «buenos días» en voz baja, dejar una carta en el buzón sin pedir nada a cambio, preguntar por el tobillo torcido del chaval de la plaza.
Una política que aspire a ser abrazo no puede dar codazos de generalidad. Tiene que saber mirar con detalle, moverse con la delicadeza de quien cose sin prisas. Porque el afecto no se decreta. Se construye en la constancia, en el gesto, en la decisión de estar. No solo cuando hay foco, sino sobre todo cuando no lo hay.
Esto no va de renunciar a las grandes palabras. Solo de recordar que las grandes palabras no valen si no se posan en cosas pequeñas. Que el pan, el techo, la dignidad, se empiezan a construir cuando alguien decide que esa farola fundida también importa. Que ese botón suelto no es un accidente, sino una señal.
Y tal vez, solo tal vez, una invitación a volver a coser.
Rafael Herrero