La persona autora ha preferido mantener el anonimato.
La izquierda española lleva demasiado tiempo atrapada en una paradoja: aspira a construir mayorías, pero teme a la diferencia. En su seno conviven proyectos que, lejos de complementarse, han chocado en una lucha constante por la hegemonía interna, como si la disputa principal fuese entre siglas y no contra el orden que se quiere transformar. Se ha asumido, de manera implícita, que la unidad implica una suerte de fusión, una desaparición de las identidades propias en pos de una estructura homogénea que, en el mejor de los casos, genera adhesiones frágiles y, en el peor, provoca resistencias y rupturas. Pero la unidad no es uniformidad, y en un país como España, donde la diversidad no es solo una cuestión cultural, sino un hecho político profundo, esa confusión es letal.
España no es un bloque monolítico, y la izquierda no puede serlo. La relación entre lo estatal y lo territorial, entre los grandes relatos nacionales y las reivindicaciones locales, es un campo minado que no se puede sortear con fórmulas simplistas. La izquierda debe entender que no hay un solo sujeto político, sino una multiplicidad de sujetos que experimentan la desigualdad, el despojo y la precarización de formas distintas. No es lo mismo la crisis del campo en Andalucía que el éxodo juvenil en Extremadura; no pesan igual las luchas por la vivienda en Barcelona que la batalla contra la despoblación en Soria; no se vive de la misma manera el centralismo en Galicia que en Canarias. Sin una política capaz de articular esas diferencias sin diluirlas, sin una izquierda que se mimetice con la complejidad del país en vez de intentar imponer un molde único, el proyecto será incapaz de consolidarse.
El problema es que, durante demasiado tiempo, hemos actuado a rebufo de lo inmediato. Lo urgente ha devorado lo importante, y en esa carrera por la reacción constante, hemos dejado de construir. Se han asumido las reglas del adversario, se ha bailado al ritmo de su agenda y se ha olvidado que la verdadera disputa no está en la inmediatez de un tuit o un titular, sino en la capacidad de moldear el sentido común de la sociedad. Sin esa batalla cultural, sin la capacidad de nombrar los problemas antes de que nos los nombren, la izquierda seguirá siendo un espacio de resistencia fragmentada, y no una alternativa real de transformación.
No se trata de que nadie abandone su identidad, sino de aprender a tejer con ellas. De construir un «nosotros» que no sea excluyente ni totalizante, sino un espacio donde las diferencias se reconozcan como una fortaleza y no como un obstáculo. El adversario sabe lo que hace: su poder radica en la fragmentación de los de abajo, en la incapacidad de la izquierda para estructurar un horizonte común sin exigir renuncias imposibles. La pregunta es si seremos capaces de trascender el eterno forcejeo interno y empezar a disputar, de verdad, el país que queremos. Porque mientras nos seguimos perdiendo en nuestras propias batallas, la derecha avanza con la claridad de quien sí ha entendido la importancia de lo colectivo.